Fuego amigo

No existe todo lo que existe

La diferencia entre los falsos adivinos y los falsos historiadores es que los primeros te leen el futuro a tu gusto, y los segundos te leen el pasado a tu conveniencia. Depende del dinero que pongas encima de la mesa o el amo al que sirvas. Los negacionistas del holocausto judío niegan la existencia de los hornos crematorios; los Mayor Oreja, Pío Moa o César Vidal pueden explicarte con cifras que la guerra civil española la comenzaron los rojos, y no unos generales felones, y que la dictadura subsiguiente fue un balneario de suma placidez.

Pero al final, el tiempo termina desenmascarando a todos. Los adivinos pretenden tapar sus predicciones erróneas con más predicciones (erróneas), y los falsos historiadores acaban condenados de por vida a intentar anular las pruebas que contradicen sus teorías. Pero los muertos en las cunetas y los hornos crematorios son pruebas de imposible destrucción.

La Justicia, encargada de reconstruir la Historia y las historias, se ha convertido sin embargo en un Limbo curioso. En su seno, la realidad puede ser borrada como prueba. No es que haya sido falsa (que ya es en sí difícil), sino que jamás existió, por defecto de forma en su obtención, es decir, en la manera de llegar a la verdad. No existió que Eduardo Zaplana hubiese dicho por teléfono aquello de "le pides dos millones de pelas o tres... y me das la mitad bajo mano"; ni, por idéntica razón, nunca habrán existido muchas de las pruebas grabadas por Garzón en el caso Gürtel.

Vano intento, a pesar de todo. La pieza maestra para los historiadores nunca es la verdad oficial. Es inevitable que en pocos días conozcamos esas conversaciones, escapadas del "no sumario" como pájaros hacia la libertad, para vergüenza de los delincuentes y de los jueces que desprecian el poder de la Historia.

Al final es el tiempo el encargado de hacer justicia.

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