Multiplícate por cero

¿El mundo al revés?

A las 7 de la mañana se levantó Emilio. Como todos los días. Una ducha, el desayuno ligero, que con casi 73 años no se pueden cometer excesos, y salió a la calle. Se quedó esperando un momento hasta que se acordó. Al metro se va por la derecha.

Recorrió el kilómetro largo desde su casa hasta la boca del suburbano, acumulando en sus manos los cuatro periódicos gratuitos y los dos para latinos que le ofrecieron los repartidores de siempre. Bajó al andén y empezó a ver rostros conocidos. Allí estaba Paco, el de ese otro banco, y un poco más allá Florentino, el tipo que sólo habla de fútbol. Ana Patricia, su hija, llegó corriendo y utilizó los codos para abrirse paso entre la multitud y conseguir subir al vagón. A Emilio le parecía que había más inmigrantes que de costumbre... ¿Cómo podía no despeinarse ni un poquito entre tanta marabunta?

Ahora de lunes a viernes, acudía Emilio, en transporte público, a su trabajo en el Consejo de Administración del banco. Para que luego digan que no curran los altos directivos. Llegaba a las ocho y no se iba hasta bien pasadas las nueve de la noche. Comía rapidito en el bar de la esquina –menú del día, algo de lo que estaba resintiéndose su estómago porque cocinaban con mucha grasa y, además, luego estaba toda la tarde con el olor a fritanga–. Pero eso es lo que había y al que no le gustara, que arreara. El delegado sindical le había dicho que la negociación del convenio colectivo de los consejeros iba muy bien encauzada: el IPC previsto para el año próximo
–el 2% de todos los años, que luego se quedaba corto– , pero la empresa estaba a punto de concederles la cláusula de revisión salarial si el IPC acababa más allá del 3%. Otro año igual, pensó Emilio, esos empleados se subían a sí mismos la retribución un 33% y para ellos, los consejeros, la empresa nunca estaba en condiciones de subirles más que el IPC y gracias. ¿Cómo es posible que tuvieran esa cara...?

El mono y el chófer

Pepe, empleado de una gran empresa, también se había levantado a las 7. Eligió el mono de trabajo más estiloso, ese azul eléctrico con la cremallera plateada, y esperó a que el chófer tuviera listo el coche. Hoy le tocaba ir al trabajo a terminar los tornillos que había que enviar para los nuevos vagones de tren. Sus manos callosas evidenciaban los miles de tornillos que había troquelado en los últimos 30 años. Ahora era distinto. Sólo iba un día al mes a la fábrica, dos si tenía Comisión Delegada de Inversiones. Comprobaba que todo funcionara, que las máquinas estuvieran a punto... Aprovechaba esas visitas para saludar a Manolo, a Fermín, a María y a todos sus compañeros de trabajo, que también acudían una vez al mes. Se preguntaban por la familia, las partidas de mus y comentaban el partido de fútbol. Luego echaban la mañana en el trabajo, mirando en silencio las presentaciones de Power Point que el consejero delegado había preparado para ese mes. "Siguiente punto del orden del día –había dicho el consejero delegado–, consideraciones acerca del sistema de retribuciones de los miembros de los empleados".

Un poco de palabrería y lo que de verdad importaba: este año, su sueldo subiría un 33%, prueba palpable de la importancia del trabajo de los empleados, cuyo esfuerzo de un día al mes había conseguido elevar los beneficios de la compañía un 27%... "Nos lo estamos currando", se dijo Pepe, y miró con orgullo a su alrededor, a sus compañeros de mesa de caoba, al resto de elegidos para la gloria, mientras volvía a coger la botella de Vichy, elevándola desde su pequeño salvamanteles de nácar.
Le quedó un pequeño resquicio, un cierto remordimiento, cuando recordó que esa veintena de consejeros sólo recibirían una subida del 2%. Pero enseguida pasó. La verdad es que los consejeros también se lo estaban currando, pero para nada su trabajo eran tan importante como el suyo propio, así que a cada cual lo suyo: un 33% más para los empleados, un 2% más para los consejeros ("y al menos éstos se pueden librar este año de otro plan de jubilaciones anticipadas", pensó Pepe, absolviéndose a sí mismo de su remordimiento anterior...)

Sueldo por un día

Pepe también compaginaba este trabajo de un día al mes en su empresa con la visita a otras tres fábricas. Claro que en estas últimas no le pagaban 253.000 euros anuales por ese día, sino sólo 92.000 en cada una por su supervisión mensual. Esto era algo normal entre los obreros: como las normas de buen gobierno exigían "consejeros externos", el grupo de amigos del barrio ferroviario se habían repartido los puestos de asesoramiento. Él había recomendado a sus amigos Félix y Mariano para convertirse en asesores ("consejeros") externos de tornillos de su empresa y, a cambio, ellos habían hecho lo mismo con él en sus respectivas compañías...

En ese momento, Pepe se despertó. Eran las 7 de la mañana. Se olvidó del sueño tan extraño y estimulante que había tenido. Se levantó, como todos los días. Una ducha, el desayuno ligero, y salió a la calle. Se acordaba perfectamente de que al metro se iba por la derecha...

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