Otras miradas

No hay nada más tonto que un obrero de derechas

Manuel Romero Fernández

Director de Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social

No hay nada más tonto que un obrero de derechas
Viñeta de Eneko

En realidad si hay algo más tonto que un obrero de derechas: hacer una afirmación semejante sin ruborizarse. En los últimos tiempos, al menos en el último lustro, se repitió hasta la saciedad que un eslogan facilón como el que da título al artículo no servía de nada para explicar la orientación del voto de un segmento considerable de la población española y, mucho menos, para convencer a la gente de que vote por otras opciones que, en teoría, favorecen a sus intereses reales. Sin embargo, cada vez me resulta más frecuente encontrar que las personas de izquierdas con las que hablo han decidido rescatarla del baúl de las cosas inservibles y emplear este cliché, expresado en sus diferentes declinaciones, para intentar explicar(se) el ascenso imparable de la derecha y la extrema derecha en nuestro país. Esto es algo que revela, sin lugar a dudas, una desorientación absoluta entre los votantes de la izquierda. Cuando lo escucho, tiendo a enfadarme, y dado que no me quiero continuar exasperando, voy a intentar aclarar qué esconde la formulación de una expresión de estas características e intentar poner mi granito de arena para que vuelva al cajón de las cosas inútiles.

Independientemente del génesis de la cita, que no tiene importancia dado que el origen puede estar en cualquier parte -hay quien se la atribuye a Carrillo, que por lo visto gustaba de emplearla, y otros a un viejo y conocido sindicalista-, si nos detenemos a desanudar los sentidos y las implicaciones que oculta nos encontramos con que la secuencia lógica del enunciado «no hay nada más tonto que un obrero de derechas» sería la siguiente: ¿Por qué un obrero que decide votar a la derecha es estúpido? Porque con su voto está posibilitando la llegada al gobierno de políticos que legislan contra sus intereses; ¿cuáles son, entonces, esos intereses? Sus intereses económicos, ya que en teoría la izquierda prima la redistribución y la derecha favorece la concentración de capital en manos de los empresarios; ¿conclusión? Si eres obrero deberías de votar a la izquierda porque son los que velarán por tus intereses económicos. Hacer lo contrario es lanzarte piedras a tu propio tejado, lo cual te convierte ciertamente en un estúpido. En este esquema reduccionista todo parece muy sencillo. Ahora bien, ¿cuáles son los sentidos que se ocultan bajo una expresión tan simple? Vamos a pensar en algunas de sus implicaciones teóricas.

En primer lugar, podríamos encontrar aquello que la ciencia política y la economía han definido como la teoría de la elección racional. Básicamente, vendría a decir que a la hora de llevar a cabo una acción los individuos siempre tienden a maximizar sus beneficios y reducir los costes o los riesgos asociados. En este caso particular, la acción de colocar un voto en una urna debería de estar motivada por una elección que repercuta de manera positiva en nuestro bienestar. No me voy a detener sobre esto, solo comentaré algunas objeciones. Son muchísimos los déficits asociados a una teoría que presupone que las personas siempre toman decisiones de manera radicalmente estratégica. Uno de ellos, por ejemplo, es pensar que a la hora de tomar una decisión siempre tenemos a la mano todo el abanico de consecuencias posibles en las que desembocará nuestro acto. Por otro lado, otro error es el de creer que disponemos de la información necesaria para ser plenamente conscientes de los beneficios que esa acción tendrá sobre nosotros una vez que la ejecutemos. Por último, tendríamos el psicoanálisis o las teorías estructuralistas, que nos han venido a revelar que en muchas ocasiones nuestras acciones están guiadas por fuerzas mucho más poderosas que el sujeto: el inconsciente o las estructuras sociales. En cualquier caso, las conjeturas acerca de la elección racional tiene serios problemas para explicar por qué a diario cometemos actos que nos perjudican: beber alcohol, fumar tabaco o mirar el móvil mientras conducimos.

Ahora bien, esta teoría no es la única que vendría a explicar la popularidad entre la izquierda de un eslogan como el que rotula este artículo. La relación lógica entre posición socioeconómica y dirección del voto también puede encontrar su explicación en una burda interpretación de parte de la teoría marxista. Hay una cita de Marx que siempre vuelve en la que dice que es la posición social que ocupas la que determina tu conciencia. Esta es verdaderamente una afirmación brutal y brillante sobre la que no me voy a detener, pero veamos qué implicaciones puede tener tomarla de manera literal. Si la posición social que se ocupa -ser un obrero- debería de definir mis intereses objetivos -votar a la izquierda-, ¿cómo explico que haya obreros que voten a la derecha contraviniendo sus propios intereses determinados por la posición social que ocupan? Aquí hay algo que provoca un cortocircuito en la afirmación de Marx si la tomamos al pie de la letra, puesto que efectivamente la posición social es la de un obrero, pero los intereses no son los que este debería tener. El camino más fácil ha sido el de decir que entonces lo que ocurre es que... ¡hay una falsa conciencia! Como no podemos explicar lo que pasa, decimos que hay una serie de condicionantes que obstaculizan a la gente pensar con claridad. Hay una amplia gama de estos factores: la religión, los medios de comunicación, la propaganda, la Play Station, el fútbol, Sálvame, Supervivientes, Instagram, Twitter, etc.

Vamos a poner un ejemplo, pero dejando claro una cosa primero: Vox no ha conseguido, y esperemos que así sea para siempre, ganar muchos votantes entre los sectores de clase trabajadora. Lo que sí ha logrado, como explicaba Pablo Simón en una charla organizada por el Instituto de Estudios Culturales y el Círculo de Bellas Artes de Madrid, es arrebatarle al Partido Popular los votos que ya eran de derechas y se encuentran entre las rentas más bajas. ¿Cómo podemos explicar esto? Llegados a este punto, podríamos explicarlo incluso con la idea de que son mis intereses racionales los que definen la orientación de mi voto, ya que hay algo que no hemos señalado hasta ahora. Si lo que define mi voto es mi identidad de clase... ¿es que acaso no nos habitan otra serie infinita de identificaciones? ¿No somos, además de obreros, mujeres, personas racializadas, padres, abuelos, maricas, bolleras o heteros, seguidoras de un equipo de fútbol o de baloncesto? ¿No juegan un papel importante estas identificaciones a la hora de tomar una decisión? ¿O es que siempre prevalece la identidad de clase? Entonces, ¿cómo explicamos que un señor que lleva trabajando en la fábrica toda la vida haya decidido votar a Vox? Muy sencillo, podríamos argumentar que efectivamente el votante varón y obrero ha decido votar a la derecha siguiendo sus intereses... ¿Sus intereses de clase? No, sus intereses de hombre, de un modelo muy concreto de hombre como el que se corresponde con el arquetipo que promueve la ultraderecha: varón blanco de pelo en pecho que huele a tabaco, a sudor y a culo (como decían en Muchachada Nui).

Digamos que, en realidad, a la hora de afirmar tajantemente que no hay nada más tonto que un obrero de derechas cualquiera de las dos teorías, tanto la de la elección racional como la simplificación de la teoría marxista, podría servir como pilar ideológico para justificarlo. Sin embargo, lo que más me preocupa es que entre la izquierda se extienda la idea de que apoyándonos en la teoría marxista podemos afirmar semejante estupidez. Fundamentalmente por dos cosas que voy a contar brevemente.

La primera de ellas me recuerda a un chiste que siempre contaba mi madre. Durante un desfile militar, una familia está viendo orgullosa cómo marcha su hijo, que ha jurado bandera recientemente. Sin embargo, el chico no va en armonía con el resto de soldados y parece que ha confundido la zancada. La madre, henchida de orgullo, le comenta al de al lado: míralo, si es que es el mejor, 2000 soldados con el paso cambiado y mi hijo el único que lo lleva bien. Según esta versión de la izquierda, todos los demás llevan el paso cambiado menos él, que es el único que ha votado lo que tenía que votar. El resto son estúpidos, están todos imbuidos de una supuesta falsa conciencia. Como decía el teórico cultural Stuart Hall, como crítica de esta burda interpretación de lo ideológico como un engaño, tratan al resto del mundo como si fueran «tontos moralizantes que directamente no pueden decir cómo son las cosas. Viven sus vidas día tras día, cobran sus sueldos y salarios, compran cosas, comen, forman familias, viajan y en todo eso no pueden ver la realidad, sus propios intereses ni lo que deberían de pensar y hacer».

La altanería y la soberbia de una postura tan condescendiente nos llevaría al segundo y principal motivo de ansiedad. ¿Qué hacer políticamente desde esta posición? ¿Cómo construir, convencer, seducir -escójase el término que se prefiera- subidos en una torre de marfil? ¿Por dónde empezamos a forjar una alternativa política si no vemos la viga en el ojo propio? ¿Damos gritos desde una tribuna para revelarle al resto la verdad, lo que no son capaces de observar por la neblina espesa que genera su falsa conciencia? Deberíamos de empezar a tener la sana costumbre de pensar que los demás, todas aquellas personas que no soy yo o mi círculo inmediato, no son estúpidos. Que sus actos pueden estar empujados por buenas o malas razones, o simplemente por la fuerza de la costumbre y de la rutina. Desechemos de una vez por todas está afirmación si queremos hacer algo políticamente en los próximos tiempos que no sea lamentarnos. La alternativa tiene que ser pedagógica y cultural, política y organizativa, y, sobre todo, generosa y con amplitud de miras.

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