Otras miradas

Cuando ya no quede nadie: mujeres, memoria y violencia

Marga Ferré

Copresidenta de Transform Europe

Ganas le dan a una de defender la cultura de la cancelación, pero tranquilos, no lo voy a hacer, sobre todo porque no acepto el término y lo que con él pretende quien lo usa. Pero sí reivindico, porque deconstruye, que la Historia se cuente de otro modo, la historia de los y las de abajo, de los que no tienen ni el dinero ni el poder para imponer su relato: las mujeres, trabajadores, invisibles. Porque del relato de los privilegiados, de los que oprimen y siempre ganan, anda una un poco saturada.

En esa delicia que es El infinito en un junco, Irene Vallejo advierte: "Hasta tiempos muy recientes solo se dedicaban a la literatura los ricos o las personas que merodeaban a su alrededor. Como dice Steven Pinker, la historia no la escriben tanto los vencedores como la gente pudiente, esa pequeña fracción de la humanidad que dispone del tiempo, el ocio y la educación necesarios para permitirse reflexionar. Solemos olvidar la miseria de otras épocas, en parte porque la literatura, la poesía y las leyendas celebran a aquellos que vivieron bien y olvida a los que se ahogaron en el silencio de la pobreza".

En ese silencio están y han estado siempre las voces de las mujeres y eso es, precisamente, lo que recrea Esther López Barceló en su preciosa novela Cuando ya no quede nadie; no se la pierdan, me lo agradecerán. En ella, Barceló recrea la historia de dos mujeres durante la guerra civil y la posguerra, mujeres que sufrieron en esos tiempos violencias de clase, de género y políticas en una ciudad de provincias, replicando en su historia la de cientos de miles de mujeres en nuestro país obligadas al silencio, la pobreza y la violencia y obligadas, por tanto, a improvisar estrategias para sobrevivir.

La autora no sólo les da voz, sino que lo hace, y esto es lo más importante, desde un presente donde el conflicto no está resuelto. Barceló usa la memoria no como recuerdo o melancolía, sino como hilo que denuncia que las violencias permanecen y que la memoria es, debe ser, una herramienta para entender lo que somos. Lo que hace Esther López Barceló es esencial porque disloca la narrativa dominante que permite hablar de las injusticias del pasado pero, eso sí, desde un presente donde el conflicto esté resuelto. Desafía, al contar de manera preciosa la épica de las de abajo, la narrativa histórica de la "gente pudiente", que dijera Pinker.

Una memoria de las violencias. Unas leyes que las impidan

Aunque los que escriben la Historia y hacen las leyes lo nieguen, aunque la historia de la violencia hacia las mujeres se desprecie y se silencie, a pesar de ello, se trasmite y lo hace a través de lo que una vez Pasolini llamó "lágrimas hereditarias". Para secarlas necesitamos palabras que desmonten, deconstruyan esa cultura de la violencia, como hace esta novela. Y necesitamos, por supuesto, derogar las leyes que la permiten.

Hoy asistimos a una miriada de películas, series y libros en los que "el pasado es cosificado por la industria cultural", como nos advierte el historiador Enzo Traverso, destruyendo toda experiencia transmitida. Ese no entender la memoria colectiva como mero recuerdo, ayuda, porque el hilo rojo y violeta de la historia (de las resistencias, la rebeldía o la supervivencia) es una historia que permite pensar en otros futuros. Los que han estudiado esto hablan de la unión necesaria entre memoria y utopía, es decir, que para proyectar futuros mejores nos pensemos desde la historia de nuestras resistencias. Eso hace Esther López Barceló y por eso su novela importa.

En uno de los capítulos que más duelen asistimos a la boda de una mujer que ha de casarse con su violador. Hoy sigue siendo norma en 20 países del mundo que una mujer tenga que casarse con la bestia que la violó. En España, una mujer es violada cada 8 horas. Duele. Espanta, pero parece que no lo suficiente.

Soy de las que defienden que la cultura de la violencia no se destruye con leyes punitivas severas, sino con leyes que se centren en las supervivientes y en su reparación, en leyes que castiguen o moldeen los comportamientos condescendientes con la violencia hacia las mujeres, la verbal, la física, la económica y, por supuesto, la simbólica.

Porque yo sí veo una relación entre la pornografía y la cultura de la violación, entre la tolerancia a la prostitución y la cultura de la violación, entre la asunción de la guerra como hecho natural y la cultura de la violación, entre tener que demostrar con cuerpos rotos que te han violado y la cultura de la violación, entre negar que hay que demostrar el consentimiento y la cultura de la violación.

De las muchas cosa que la humanidad ha de agradecer al feminismo y a las valientes que nos lo enseñaron es que el uso de la violencia de todo orden con las mujeres, y la permisividad cultural de este hecho, actúan como un espejo distorsionado que hace que haya hombres que se miren en él interpretando que su lugar en el mundo se mide por la violencia ejercida o por su capacidad para ejercerla.

Frente a ellos, los hombres que no quieren a las mujeres, y frente a los voceros y medios que desprecian el feminismo y lo atacan a la mínima, hay un mundo, una realidad real que los desmiente y unas historias, las de las mujeres, que los contradicen. Por eso necesitamos relatos que ayudan a deconstruir violencias ancestrales y leyes que construyan poder para las mujeres para que dejemos de sufrirlas.
A pesar de todo, no me cabe duda de que "cuando ya no quede nadie", quedaremos nosotras; quedaremos para contar sus historias y para gritar, entro otras cosas, que el consentimiento importa y que Solo Sí es Sí.

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