Otras miradas

Yo decepciono, tú decepcionas, él decepciona, nosotros decepcionamos

Leonor Cervantes Vargas

Estudiante de Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares

Imagen de una mujer decaída sentada en un sofá y con los brazos apoyados en las piernas. Foto: 1388843 / Pixabay
Imagen de una mujer decaída sentada en un sofá y con los brazos apoyados en las piernas. Foto: 1388843 / Pixabay

¿Dónde va lo que algún día pudo ir hacia alguna parte cuando una observa que jamás irá a ningún lado? Supongo que depende de lo nostálgica que se sea y, con ello, de las ganas que se tengan de mantener un trastero de la propia vida. Yo soy de las que, sin saber por qué, conservan ese cuartillo en su sótano personal. Por eso recuerdo esas cosas e, incluso, ciertos días, pienso que esos sueños, esas esperanzas, esas versiones de mí y de los otros siguen conmigo en alguna parte de mi cuerpo. Todo lo que pudo ser, pero no fue me acompaña adormecido en la comisura de mis labios.

A veces se despierta. En los trayectos largos en coche con mis amigas emergen y narro alguna ilusión fallida. De igual forma reviven cuando alguien llora al contarme un desencanto y yo le respondo con algún fracaso personal que le haga sentir acompañado. También brotan cuando estoy en la cama desnuda junto a alguien y sucede lo mejor que puede pasarme en la cama desnuda junto alguien: que nos entren ganas de entrevistarnos y acabemos relatándonos nuestra biografía, haciendo desfilar datos inconexos que van desde cómo recordamos nuestro primer día de colegio a cuál es el desengaño del que aún no nos recuperamos. Entonces tras 500 kilómetros llegamos al destino, el rostro del otro recobra sosiego, después de la quinta anécdota apagamos la luz y mis decepciones -con los otros, conmigo misma, con la propia vida- vuelven a mi comisura. ¿Dónde va la decepción? ¿Qué se hace con ella?

La decepción es un sentimiento seco. Es tajante, es el tipo de efecto óptico que no puedes dejar de ver una vez te has percatado. Aparece como un jarro de agua fría y constata que no se vive en el mejor de los mundos posibles o, por lo menos, no en el que una pensaba estar habitando. Estar decepcionado se parece a hacer la compra en un supermercado que no conoces: se pierden las referencias que te hacían caminar segura y se tarda mucho más en volver a casa. Por supuesto, la decepción desorienta; pero ¿cómo no va a hacerlo una disonancia entre nuestras expectativas y aquello que realmente acontece?

Algunas decepciones portan responsables ineludibles. A veces los otros dan volantazos difícilmente explicables y actúan con poco arreglo a la persona que nos mostraron a lo largo del tiempo. Esto, por más que sea doloroso, no deja de ser un riesgo inherente al hecho de vivir. Pues vivir requiere confiar en los otros, fraguando sobre ellos previsiones mínimas para afrontar el día a día. La solución para no atravesar decepciones no es apostar por una falsa autosuficiencia donde la clave de la felicidad es vivir sin esperar nada de nadie. Esto es imposible y resuena a ideología liberal. Sin embargo, con otras decepciones no resulta tan fácil señalar causantes externos cuando realizamos un poco de arqueología. A veces es complicado discernir hasta qué punto los otros son imputables del daño que nos ejercen y hasta qué punto simplemente no se amoldan a las predicciones que hemos colocado sobre ellos sin pedirles opinión ni permiso.

Desencanta contemplar que aquellos amigos que considerábamos inmaculados también cometen errores. Da rabia ver cómo alguien a quien admiras no está a la altura en una situación. Es molesto descubrir que tus padres, tíos, abuelos, también tienen sus descosidos y defectos. En definitiva, es decepcionante observar las dobleces en aquellos que creímos perfectamente cincelados: no leían tanto como decían, no eran tan resolutivos como se mostraron, no resultaron incapaces de actuar de forma egoísta. De hecho, también a veces nos hirieron. Este artículo no es un alegato para permanecer donde se nos daña, el perdón nunca es algo obligatorio. Pero aún en estos casos, pedir reparaciones y señalar daños no es incompatible con asumir que la otredad siempre puede ser más compleja e inesperada de lo que un día imaginamos.

No hay una esencia de los demás. Un Yo único e inmutable que habita en ellos y que una vez conocido por nosotros queda condenado a ser, de manera sumisa y estática, tal y como Nosotros un día los fotografiamos. A veces, cuando los demás me decepcionan pataleo, demonizo, corto de raíz. Me recuerdo a los niños que cuando un partido no anda saliendo como ellos desean, amenazan diciendo que se llevarán el balón. Sin embargo, todos soportamos varias lecturas, depende de cómo se nos mire y en qué momento de nuestras vidas y, sobre todo, los Otros no son personajes secundarios de nuestra vida que deban ocupar el rol que un día quisimos darles. Negar esto es una vía perfecta para la desilusión y, también, para buscar en los demás poco más que nuestro propio reflejo en sus pupilas.

En esta disección de la decepción, también cabe pensar a quién le pasamos más la mano: ¿Sacamos punta antes a nuestras amigas mujeres de lo que lo hacemos con nuestros amigos hombres? ¿Nos molestamos antes con nuestros colegas que están hasta arriba de curro que con aquellos más despreocupados? ¿Nos duelen más los feos de nuestras madres que los de nuestros padres? Al hilo de esto, sólo un apunte: ponerse en el lugar del otro no es pensar cómo una misma resolvería una situación a la que tiene que hacer frente otro; sino intentar imaginar cómo el otro, tal y como es y con las cartas que tiene, es esperable que sienta, actúe y confronte. Las conclusiones a las que lleguemos no son justificantes respecto de nada; pero sí más explicativas y un ejercicio real de empatía.

Aunque en el camino de la decepción tampoco son necesarios los otros. A veces una misma se basta y se sobra. En ocasiones, cuando voy a dormir me acuerdo de algún comentario desafortunado que hice, de alguien a quien herí, de algún propósito que no cumplí, de algo en lo que me equivoqué. Sé que no es un sentimiento único; y es que, ¿quién no se ha decepcionado a sí mismo? Es urgente que nos reconciliemos con las versiones de nosotros mismos en las que fallamos, haciendo que dejen de aparecerse como espíritus que sólo incitan a que nos fustiguemos. Merecemos abrazar todas las partes de nosotros mismos. Pero, además, es desde la asunción y no desde la evitación desde dónde podemos hacernos cargo de nuestros errores y sanar a aquellos que afectamos.

Además, no soportar la decepción en una misma tiene otro efecto secundario: creer que si una se queda muy quietecita puede evitar volver a ser una persona a la que los planes no le salen como imagina. ¿Cuántas situaciones no vivimos por miedo a que no sean cómo esperamos? Pero, es más, ¿cuántas versiones de nosotros mismos seguimos performando por no resultar diferentes a los demás y, con ello, menos preferibles respecto de la versión que conocen?

Mi amigo Dani suele concluir aquellas anécdotas donde él no sale bien parado diciendo la misma frase: "me comió el personaje". La emplea para referirse a esas decisiones que no sabe bien por qué tomó, pero por las que se decantó poseído por una inercia de él mismo, como si le pegara comportarse de esa forma. Pienso en cuando me come a mí el personaje. Yo también actúo a veces guiada por el Tipo De Reacción que va Conmigo. Es cómodo y me da referencias; pero además es el tipo de proceder que no sorprenderá a mi entorno. Alterar algo abre la puerta a que otro note el cambio y lo señale. Cuando lo haya señalado podrá comentarlo. Entonces, podrá juzgarlo. Después yo podré sentirme una decepción si ese juicio no me gusta. Una decepción para él y una decepción para mí misma que andaba ilusionada con todas estas cosas que no suelo ser pero me gustaría probar.

En el colegio jugábamos a un juego: nos colocábamos siguiendo una disposición. Un niño observaba cómo habíamos quedado y salía de clase. Mientras él estaba fuera hacíamos algún cambio. El compañero ganaba si reconocía qué habíamos variado. A veces, cuando llega una amiga vestida como jamás lo ha hecho o cuando nos cuenta una nueva afición, siento como si siguiéramos jugando a ese juego. La miramos y comentamos: "¿qué haces así vestida?" "¿Desde cuándo a ti te gusta hacer esas cosas?". Ahora me doy cuenta de cuándo voy a hacer un comentario así. Reformulo: "qué ropa más bonita, nunca te la había visto", "qué guay probar algo nuevo", respondo. El miedo a decepcionar lleva al inmovilismo y no creo que el inmovilismo lleve al bienestar. No hemos venido a hipotecarnos con las versiones de nosotras que hemos sido alguna vez. Quiero ser la cuna donde renazcan todas mis amigas. Y en ese enorme paritorio que construyamos entre todas, quiero darme también a mí la oportunidad de volver a nacer con una forma nueva siempre que quiera, sabiendo que se me irá a visitar con flores como el día en el que lo hice por primera vez. Quiero poder ser otra, y poder ser también un collage con mis grandes hits y mis errores. Quiero darme la oportunidad de ser increíble, mediocre y un fracaso.

La decepción también puede ser la puerta a lugares hermosos. Hay mucha ternura en colocar a alguien, en colocarse a una misma, en una posición en la que pueda resultar decepcionante. Al fin y al cabo, es lo que marca la diferencia entre esperar o no algo de los otros, entre que se espere o no algo de ti. Y con ello, hay mucha valentía en exponerse a ser defraudado, en correr el riesgo de vivir una posible sacudida que obligue a buscar nuevas referencias. Por supuesto, la decepción puede ser taxativa y terminante; pero también, puede ser la oportunidad perfecta para intentar construir un sin fin de vidrieras inesperadas. Con todos los cristalitos que un día nos conformaron podemos crear nuevos ventanales que continúen brindando luces de colores.

Más Noticias