Pato confinado

Paleolíticos vs. mediterráneos: dos dietas enzarzadas por el cereal

Cereales.
La dieta paleolítica apuesta por la exclusión de cualquier tipo de cereal. Foto: Ralf Kunze / Pixabay.

Regresar a la raíz de las raíces. Una dieta más próxima a la ancestral. Tiene lógica o cierto sentido. Al menos a priori, cuando lees de qué se trata exactamente la dieta paleolítica, más allá del ruido mediático.

A pesar de la agricultura, a pesar de la industrialización, seguimos habitando en un organismo bastante parecido al del cazador-recolector. Nuestros genes son los mismos, y algunas de las enfermedades actuales, auténticas epidemias, tienen que ver con el cambio de modo de vida. Un salto radical que a la evolución, siempre lenta y cifrada en milenios, le ha pillado con el pie izquierdo.

Y este es el fundamento en que se basa la dieta paleolítica para difundir sus proezas: una pauta de regreso a Ítaca, mejor adaptada a lo que en verdad somos, una dieta primitiva y por ello, dicen sus defensores, más saludable, pues excluye los procesados, incluido el grano del cereal, y solo permite aquellos alimentos que tuviera a mano el homo sapiens antiguo.

Como en todas las dietas llamativas encontraremos adeptos y críticos. Deformaciones e histrionismo mediático...

Lo primero es entonces empezar por separar el grano de la paja, y nunca mejor dicho en este caso. Su mandamiento es no volver a tomar pan, pasta, arroz, legumbres, lácteos... Sí: al retrete la civilización, fin de la Comunidad Valenciana, ciao Roma. Abrazar carnes, pescados, verduras, frutas, frutos secos y tubérculos. También la miel ecológica.

La dieta paleolítica no consiste, sin embargo, en una caricatura del neandertal, donde sus practicantes se ponen hasta arriba de chuletón. Sería más bien como dieta mediterránea a la que se le quita el grano, las legumbres y los lácteos, y por eso, sus defensores, prefieren llamarla 'dieta evolutiva'.

Es mejor dieta que el patrón occidental actual, donde abundan las grasas saturadas y trans, las bebidas azucaradas, la comida envasada, harinas refinadas y los ultraprocesados. Es una pauta de alimentación, sin embargo, acaso muy restrictiva, basada en proteínas, grasas, e hidratos de carbono (estos obtenidos de frutas, verduras o frutos secos). La discusión es si esta dieta es mejor que la mediterránea. Si ganamos algo o lo perdimos todo con la revolución agrícola.

La idea de partida no parece irracional: estamos mejor adaptados a una dieta del pasado ejercida durante milenios. Dicen que a nuestros genes les gusta "ahorrar energía" (Teoría del Genotipo Ahorrador). No obstante, para sus críticos, es poco equilibrada y nada realista, habiendo en ella acaso demasiada carne, o más bien proteínas. Los defensores paleos sacan entonces sus puntas de sílex: descartan este punto, pues consideran que existe una suficiente variedad de nutrientes en su dieta como para que esto no ocurra.

La dieta paleolítica excluye, sin embargo, alimentos como el trigo sarraceno, la quinoa, y sobre todo las legumbres, que están consideradas en líneas generales como beneficiosas. Prescindir de las legumbres es perder una buena fuente de alimentación y barata, hoy avalada por muchos nutricionistas, por su contenido en fibra y proteínas de alto valor biológico. Si se las excluye, además, se tiende a aumentar la ingesta animal.

No obstante, los paleos defienden que las legumbres y cereales presentan moléculas negativas, como las lectinas (disminuyen el aprovechamiento de minerales esenciales). Dicen que el organismo no está adaptado a ellas. Estos alimentos, especialmente los cereales, estarían detrás de nuestra inflamación crónica, y esta sería el catalizador, según su visión, de numerosas enfermedades.

Hay una corriente hoy en boga en contra de las lectinas (proteínas presentes en plantas). Las acusan de provocar enfermedades a través del estómago (porque dañan la barrera protectora de los intestinos), o de favorecer la obesidad, si bien los datos científicos no son sólidos, o apuntan a que esto ocurriría en personas con sensibilidad.

Por lo que sabemos, si las legumbres se remojan y se cocinan bien (como ocurre en las recetas tradicionales) la naturaleza tóxica de estos compuestos se desactiva o disminuye. Por otra parte, los elevados índices de obesidad o de diabetes actuales no aparecieron cuando empezamos a cultivar lentejas en el Neolítico, sino a partir de la industrialización y la expansión de los productos envasados.

Una de las críticas más certeras contra esta dieta es que, si el objetivo final es tener mejor salud, no tiene sentido rechazar alimentos que sabemos (o creemos en este momento) que son saludables solo porque no los tomaran los antiguos. Hay cierto hedor a adanismo, creer que todo en el pasado fue mejor. Pero los paleos se defienden, energéticos, llenos de proteínas: la dieta tradicional de Okinawa, la que más centenarios cuenta, se ajusta, dicen, al mandamiento (aún siendo en Japón, allí no comen arroz sino tubérculos, la batata).

Tiene también un conflicto ontológico: tenemos pocos datos arqueológicos sobre cuál fue el verdadero patrón alimentario de los humanos antiguos. En realidad, estamos frente una dieta más platónica que prehistórica: solo carne ecológica, de animales que hayan comido de los pastos, nada de pasta, cereales, pan... Solo verduras y frutas, frutos secos, raíces, pescados y marisco. Una dieta mediterránea capada y difícil de practicar de manera sostenible teniendo en cuenta la población mundial. Imagina si a Asia le quitamos el arroz o a Italia la pasta...

En los cereales está sin duda la clave de esta dieta y la discusión, donde se enzarzan los mediterráneos romanos contra las aguerridas tribus paleo. Acusan a los cereales de casi todos los males. Son tratados de tóxicos o inflamatorios, y no distinguen, y aquí viene el conflicto, entre integrales y no integrales.

Hay, sin embargo, evidencia de que los granos enteros no solo no son perjudiciales si no que pueden llegar a ser beneficiosos por sus aportaciones en fibra, minerales, vitaminas y, en algunos casos, como en la avena, por los betaglucanos (sustancias moduladoras y protectoras del sistema inmune). Pero en la dieta paleolítica se niega el grano integral del cereal por los antinutrientes que contiene, como los fitatos (ácido fítico), entre otras sustancias.

Los que defienden su consumo dicen que los beneficios superan los perjuicios. Estudios científicos apuntan que quienes consumen cereales integrales tienen un menor riesgo (alrededor de un 30%) de sufrir enfermedades cardiovasculares. Se ha documentado también un menor riesgo en diabetes. Ambas tribus coinciden con los refinados: no son saludables. Aquí sería cuando la civilización nos la empezó a jugar...

¿Mediterráneos o paleolíticos? El tiempo dirá. Seguramente no terminaremos siendo ni una cosa ni otra.  Más que como dieta funcional, la paleolítica opera como un faro: volver a pensar las raíces, valorar qué alimentos son más saludables, una apuesta por lo fresco y nada o poco procesado (pueden llegar aceptar en el armisticio el aceite de oliva virgen). Aunque quizás se hayan pasado unos miles de años de frenada, a juicio, al menos, de sus críticos. Ignoran unos cuantos siglos de cultura gastronómica, platos tradicionales que están asentados en la revolución agrícola. Practicar la dieta prehistórica sería borrar parte de nuestra historia, y sin un motivo sólido a día de hoy.

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