Traducción inversa

Los nuevos ignorantes

El otro día fui a Media Markt a comprarme un disco duro grabador. Me cuesta mucho decidirme ante la ubérrima oferta tecnológica, quizá porque nací en un mundo catastróficamente analógico. En esos casos, me gusta conversar pacientemente con los encargados de sección, y por eso escojo horas tranquilas (el principio de la mañana o de la tarde). Tuve suerte: encontré a un muchachote solícito que me aconsejó una marca determinada, asegurándome que era exactamente lo que yo necesitaba. Luego resultó que el aparato se bloqueó diez minutos después de que lo pusiera en marcha, así que lo tuve que devolver. Recomencé, entonces, el ritual. Me presenté después de comer en la hipertienda y me puse a indagar. Estaba de guardia otro empleado, también muy amable, que me recomendó otro aparato de otra marca, casi con los mismos argumentos que su predecesor. Sin embargo, añadió algo que me intranquilizó: dijo que esos cachivaches fallaban mucho y que era difícil aprender a manejarlos. Con la mosca detrás de la oreja decidí cambiar de planta y visitar la sección de deuvedés. Quería saber si no sería mejor, en lugar de un disco duro grabador, comprar un deuvedé grabador, para evitar todas aquellas calamidades de las que había sido advertido. La encargada me lo quitó de la cabeza. Me explicó que un disco duro grabador tenía muchas más prestaciones, que dónde iba a parar. Volví entonces a la planta de informática y, después de dudar un buen rato, compré el disco duro que me aconsejaba el segundo empleado con el que hablé (a pesar de su grave escepticismo).

  El resultado de esta rocambolesca aventura es que al final el aparato que adquirí me ha funcionado perfectamente y aprendí a manejarlo en poco tiempo. Uno a uno, los consejos de los diferentes empleados de esa monstruosa franquicia no me sirvieron absolutamente de nada. Ninguno de ellos –quizá con la excepción de la chica- tenía ni idea de lo que estaba vendiendo. No me parece un caso aislado. De hecho, suelo llevar a reparar mis objetos informáticos a un técnico que, en cuanto le coloco delante el material averiado, le lanza una mirada supersticiosa y espantadiza, como si fuera mágico. A su manera hace el trabajo, aunque  no sin confesar no tener ni idea de por qué razón los aparatos dejan de funcionar.

  Moraleja: hemos creado un mundo donde sólo sus creadores saben cómo funcionan los objetos. Los demás somos el vasto continente de los nuevos ignorantes.

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