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Una encuesta preocupante

La democracia constituye una excepción en la historia de la humanidad. Más aun: en su versión actual, que confiere el derecho de voto a los ciudadanos sin limitaciones de capacidad económica o de género, es un invento reciente. Y muy frágil. De ahí la necesidad de cultivarla con esmero y de avanzar sin descanso en su perfeccionamiento, camino en el que aún queda mucho trecho por recorrer. En ese cometido resulta indispensable tener en cuenta que la democracia no solo consiste en un conjunto de reglas de representación, sino que, para consolidarse, exige el desarrollo de una "cultura democrática", como bien ha apuntado Alain Touraine.

El último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ofrece al respecto motivos de preocupación. Los encuestados consideran mayoritariamente que la banca y las grandes compañías ostentan más poder que el Gobierno. Creen que los ciudadanos tienen una ínfima capacidad (sólo por encima del Defensor del Pueblo) para influir en las decisiones políticas. Colocan al Gobierno y los partidos a la zaga en confianza. Perciben a la clase política y los partidos como el tercer problema de España, después del paro y la economía.

Casi siete de cada diez valoran de manera negativa el funcionamiento del Parlamento. Pero quizá lo más inquietante del estudio es, precisamente, lo que algunos comentaristas han destacado como su aspecto positivo, y es que un 50,7% de los encuestados está muy o bastante satisfecho con el funcionamiento de la democracia, frente a un 47,1% que opina lo contrario. En otras palabras, existe una mayoría (no aplastante, por fortuna) de ciudadanos complacidos con una democracia que ellos mismos consideran minada en elementos esenciales.

Es problable que este apartado del barómetro tranquilice a los poderes. Pero, a largo plazo, el escenario que refleja el CIS no beneficia el fortalecimiento del sistema democrático, que es de lo que se trata. No hay que ser un lince para advertir, además, que la impotencia de los gobiernos ante los mercados en la crisis económica está contribuyendo a socavar la afección de muchos ciudadanos hacia el sistema. Y ya lo advirtió Rousseau en El contrato social: "Tan pronto alguien dice de los asuntos de Estado: ‘¿A mí que me importa?’, hay que contar con que el Estado está perdido".

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