El óxido

La ética de la responsabilidad

Todo sistema de desigualdad necesita de un relato legitimador para perpetuarse en el tiempo. En nuestras sociedades el discurso de la responsabilidad ha cumplido ese papel justificador de las diferencias de renta y riqueza entre quienes tienen diferentes empleos en la escala de estratificación social. De ese modo se suele decir que el Director Ejecutivo de una gran empresa cobra muchísimo más que el empleado manual porque soporta sobre sus hombros una responsabilidad empresarial y social que no tiene el simple obrero. Del buen hacer de su tarea dependen, se dice, cientos o incluso miles de trabajadores. Y una gran empresa, una entidad bancaria por ejemplo, puede ser sistémica en tanto que su quiebra supondría un problema grave para la economía nacional, con lo que sus directivos estarían bajo la presión de la obligación de éxito.

Este relato legitimador ha servido de justificación de unas diferencias de salario que en la última época se han incrementado notablemente. Cobrar más era una recompensa por la responsabilidad asumida que además garantizaba que los puestos socialmente más importantes fueran ocupados por los más aptos. Pero, como en tantas otras cosas, la crisis ha puesto en cuestión ese discurso. La realidad demuestra que un directivo de un banco o una gran empresa pueden hacerla quebrar e irse a su casa sin responsabilidad alguna e incluso con una jugosa indemnización. El caso de los directivos de Bankia es paradigmático de esta situación y llena de indignación a cualquiera con un mínimo sentido de la equidad.

Resulta curioso que las leyes de nuestro país no sean más estrictas al otorgar responsabilidad legal a quienes se sitúan en la cúspide del relato legitimador de las responsabilidades. Porque incluso desde el punto de vista de la funcionalidad del sistema este tipo de situaciones minan la confianza de los ciudadanos en las élites, que es un prerrequisito para un funcionamiento óptimo de una sociedad y para atenuar el conflicto. Es incomprensible que las cárceles estén llenas de personas que roban para subsistir y al mismo tiempo unos directivos que ponen en riesgo todo el sistema financiero ni siquiera pisen un juzgado.

La dimensión de las diferencias de recompensa –y de castigo- en nuestras sociedades es sencillamente intolerable. No se puede justificar moralmente una distancia tan enorme entre el trabajador de una empresa y sus directivos. Pero además resulta urgente apelar a una ética de la responsabilidad para que quien asume tareas que la sociedad percibe como importantes sea responsable sobre las consecuencias de sus decisiones. No se trata de negar la ética de las convicciones en nombre de un utilitarismo en el que el fin justifica los medios. Muy al contrario consiste en poner en un papel central los valores que guían las acciones humanas, pero teniendo en cuenta que todo acto, por mucho que se sustente en un principio moral superior, tiene unas consecuencias que deben ser tenidas en cuenta en la construcción de una ética que se pretenda universal.

Los ciudadanos tenemos una tarea que realizar en todo esto. Consiste en exigir la rendición de cuentas a quien ha obrado mal en su tarea de responsabilidad y en no tolerar un statu quo en el que las élites se desentienden de las consecuencias de sus actos. Hay algo enfermo en una sociedad que vuelve a votar una y otra vez a partidos políticos de determinadas comunidades autónomas que han esquilmado sus cuentas públicas y que han sido manifiestamente corruptos. También existe una responsabilidad ciudadana y consiste en no permitir ese tipo de cosas. De lo contrario estaremos construyendo una sociedad de irresponsables.

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