El óxido

Europa: ¿problema o solución?

Hace tiempo que existe un consenso amplio sobre la razón por la que a Europa le está costando tanto salir de la crisis. Más allá de la ideología de la austeridad extrema de Merkel, uno de los grandes problemas de la Europa de los diecisiete ha sido el diseño del euro. Se trata de un experimento fracasado cuya arquitectura es tan endeble como un castillo de naipes. El papel de un Banco Central Europeo timorato y abstencionista, la ausencia de mecanismos políticos que permitan una respuesta rápida a los envites del mercado y la falta de una política fiscal común son algunas de las carencias de la Eurozona que han provocado la actitud vacilante de los líderes europeos ante el abismo de la crisis de la moneda única.

Entre los ciudadanos se está instalando, con razón, la idea de que Europa es el problema y no la solución. Los recortes sociales, la austeridad extrema y los rescates condicionados a reformas estructurales draconianas vienen directamente de Bruselas, cuando no de Berlín. Y el déficit democrático de las instituciones de la Unión Europea es tan palpable que quienes sufren el deterioro del Estado del Bienestar pueden estar tentados a buscar en el nacionalismo aquello que Europa no es capaz de proporcionarles. Hay algo en los resultados de la extrema derecha francesa y griega que apunta en ese sentido.

Algunos, por el contrario, pensamos que Europa es el problema pero también la solución. Muchos de las dificultades de la eurozona son producto de una dirección de la política económica común guiada por intereses nacionales alemanes. Quien lidera hoy Europa lo hace bajo objetivos particulares y sin ningún interés por el consenso ni por la legitimación democrática. Y eso supone dinamitar los cimientos de la construcción europea marcando distancias entre los ciudadanos y las instituciones que intervienen en sus vidas.

Pero si alguna virtud podría tener una Europa unida es precisamente la superación de los intereses nacionales y la construcción de una ciudadanía que trascienda lo particular en busca de lo universal. Frente a las identidades nacionales que son en si mismas prerracionales y que tanto daño han causado en la historia de Europa, parece razonable diseñar una identidad basada en valores ciudadanos de origen racional. Un objetivo, por cierto, del que jamás se han ocupado los líderes europeos, más preocupados en construir una moneda única que en cargar de auctoritas la potestas europea.

Pero los ciudadanos debemos ser más inteligentes que los líderes de Europa. Ya no vale el argumento de la cesión de soberanía, salvo que entendamos que la soberanía es antes nacional que popular. Hay que reclamar, eso si, una Europa al menos tan democrática como el más democrático de los países que la componen. Una Europa verdaderamente social donde los ciudadanos cuenten más que los mercados. Si esa fuera la dirección, merecería la pena ceder poder de los Estados. Se trata de construir un nuevo europeísmo, pero esta vez desde abajo.

EuropaNasa

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