Punto de Fisión

Las incógnitas de John Nash

La inesperada muerte de John Forbes Nash y de su esposa Alicia Larde en un accidente de tráfico, cuando el taxi en que viajaban chocó al intentar adelantar a otro vehículo, ha venido a cerrar trágicamente una vida virtualmente impredecible. Nash se hizo famoso para el gran público en 2001, gracias a la película Una mente maravillosa, un melodrama bastante descafeinado, como todos los de Ron Howard, sobre su terrible batalla contra la enfermedad mental. A pesar del excelente trabajo de Russell Crowe (que por una vez juega en campo contrario, tirando de cerebro en lugar de músculos), la película flojea por todos lados, el matemático, el psiquiátrico y el biográfico, al intentar edulcorar la zizagueante trayectoria del genio echando mano del socorrido ingrediente de la locura.

Porque la esquizofrenia paranoide, la devastadora dolencia que acechaba a Nash desde niño y que se manifestó de golpe en plena madurez, no consiste, como muestra desvergonzadamente la película, en coquetear con fantasmas. Un día Nash se presentó en la sala de profesores del MIT, el Instituto Tecnológico de Massachussets, con un ejemplar del New York Times, agitando ante sus colegas un artículo donde, según él, había un mensaje en clave de una civilización extraterrestre. Poco después dibujó en una pizarra un conjunto que contenía "el mundo, el cielo y el infierno". En una fiesta aseguró a los invitados que tenía seis corazones. Finalmente, tras una lamentable conferencia en la que mezcló ideas incoherentes con conjuras comunistas y mensajes galácticos, tuvo que ser ingresado en un hospital psiquiátrico. Cuando uno de sus amigos científicos le preguntó, sentado junto a su cama, cómo podía estar convencido de que los marcianos pretendían ponerse en contacto con él a través de los crucigramas y pasatiempos del periódico, Nash contestó con tristeza: "Porque la idea se me presentó con toda claridad, del mismo modo que la resolución de un enigma matemático".

Según Sylvia Nassar, autora de la extraordinaria biografía que Howard desbarató en el celuloide, fue precisamente un desafío matemático lo que desencadenó el brote de locura latente: el momento en que anunció pomposamente a sus colegas que iba a ser él quien desentrañara al fin la hipótesis de Riemann, "el Santo Grial de las matemáticas puras", el misterio más perfecto de las ciencias exactas. Sin embargo, mucho antes de su estrepitosa caída, Nash ya había dado muestras de su desequilibrio mental. Aquejado de una timidez enfermiza, había iniciado muy joven una ronda de encuentros fortuitos con hombres y mujeres ("experimentos sexuales" los llamaba él) en los que intentaba descubrir cuáles eran sus preferencias y sentimientos respecto a otros seres humanos. Esa frialdad emocional lo llevó al extremo de rechazar el hijo que había tenido tras un romance con una guapa enfermera: Nash no sólo no lo reconoció ni colaboró en los gastos del parto sino que sugirió a la estupefacta madre que lo mejor sería dar al bebé en adopción.

Por suerte para él, en el caos de su vida entró de repente una incógnita: una joven alumna del MIT, Alicia Larde, que se convirtió desde entonces en su ángel de la guarda. Fue ella quien lo ayudó y lo cuidó durante las tres terribles décadas en que vagó por los desiertos de la locura, extraviado entre raptos de paranoia y recalando de hospital en hospital. Teóricamente no hay cura para la esquizofrenia paranoide pero, poco a poco, Nash fue emergiendo de las sombras para descubrir que su trabajo de juventud, que apenas había obtenido reconocimientos públicos, empezaba a copar las revistas especializadas y las referencias de prestigiosos colegas. El "equilibrio de Nash", su prodigiosa rectificación a la Teoría de Juegos de Von Neumann, era la base teórica de un espléndido florecimiento de la economía, la biología evolutiva y las interacciones estratégicas. Por aquella escueta tesis doctoral de apenas veinte folios publicada en 1949, la Academia Sueca de Ciencias decidió concederle en 1994 el premio Nobel de Economía junto a otros dos matemáticos. La única incógnita por despejar era si un sexagenario aquejado de una enfermedad mental incurable sería capaz de asistir a la ceremonia sin armar un buen jaleo. Pero, gracias a la lealtad y al amor de su esposa, Nash ya había resuelto otro problema mucho más grave: el de su resurrección.

 

Más Noticias