Punto de Fisión

Cuba en blanco y negro

En las escaleras de La Virgen del Cobre, muy cerca de Santiago de Cuba, un joven desconsolado me hizo la pregunta más difícil que me han hecho nunca: "¿Por qué no puedo irme yo de mi país?" Era un negro de piel oscura, muy oscura, casi al límite de la negritud en la escala epidérmica del mestizaje que inunda la isla y que va del ébano al café con leche. Yo no podía contestar esa pregunta; para hacerlo, tenía que remontarme a los misterios de la Ley de Migración, los arduos papeleos burocráticos, los agravios históricos, la mística de la Revolución, la vergüenza del bloqueo impuesto desde hace décadas, las sospechas de espionaje. Contestarla era situarse de un lado u otro de la historia, no sólo de la historia de Cuba, sino de la historia entera del siglo XX. Ya había viajado allí varias veces y conocía suficientes cubanos, de dentro y de fuera de la isla, como para saber que había docenas de respuestas posibles. Una vez, un camarero al que preguntamos si podíamos fumar habanos en el restaurante nos dio una larga y compleja charla sobre el reglamento y el protocolo que al final resumió en una sentencia defintiva: "Mira, compañero, en Cuba todo es sí y todo es no".

El presidente Obama se ha sentado en el Palacio de la Revolución al lado de Raúl Castro y juntos han compuesto la metáfora perfecta de la Revolución: Cuba en blanco y negro. La democracia contra la dictadura. La libertad contra la tiranía. Sin embargo, en el momento en que se acerca el zoom, el observador atento comprende que el contraste no es tan fácil y que las contradicciones empiezan a brotar sin salir siquiera del archipiélago. Cuba no es un buen lugar para pedir respeto a los derechos humanos cuando en el sitio donde menos se respetan -Guantánamo- ondea la bandera de las barras y estrellas.

Imaginar Cuba sin la presencia de su hostil vecino del norte -un país que ha depredado y saqueado Iberoamérica hasta extremos horrendos- es un ejercicio de futilidad absoluta. No hay más que preguntarse dónde están los doce millones de indígenas que habitaban las tierras que hoy denominamos Estados Unidos y que fueron masacrados a lo largo de un siglo en lo que, según el profesor Ward Churchill de la universidad de Colorado, puede considerarse el genocidio más atroz y prolongado de la historia. También el más hipócrita, puesto que lo llevó a cabo la misma nación cuya Declaración de Independencia incluye el viejo chiste de que "todos los hombres nacen libres e iguales". Un chiste negro, muy negro en los Estados Unidos.

El socialismo sui generis de los cubanos fue la única salida histórica en una isla teledirigida y administrada por matones, reducida a casino y a burdel de lujo, y que se negó a seguir siendo una presa más del imperialismo yanqui. Pero como en Cuba todo es sí y todo es no, ni puedo ni quiero pasar por alto los sueldos de miseria con que se ven obligados a sobrevivir los cubanos, los barrios del centro donde parecía que hubieran bombardeado la semana pasada, los pisos donde ni siquiera llega agua corriente, el miedo a la delación que escuché en primera persona. No me basta la comparación con Haití, ni la educación y la sanidad como grandes logros revolucionarios, creo que esa es la primera obligación de cualquier gobierno decente. Por eso no pude responderle nada a ese pobre hombre que vendía unas pequeñas piezas de madera con forma de delfín. "Toma, son delfines de la suerte" me dijo. Le di unos cuantos pesos convertibles, mordiéndome los labios para no repetir la respuesta que le oí a mi amigo Jesús Llano en un bar de Madrid: "Pero ¿me van a dar la misma suerte que a ti? ¿O distinta?"

 

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