Dentro del laberinto

Ramón

Cuando regreso de un viaje largo, como ha sido el que realicé la semana pasada, se hace más evidente para mí la saturación de noticias y la agresividad con la que se presentan, con la que asaltan a quienes observamos con tranquilidad el paso de la vida. Aún con la imagen de los páramos de York en mis ojos, he desayunado con la sorprendente noticia del aumento de las pensiones mínimas, la cacareada reforma del aborto y la aprobación de una ley sobre el suicidio asistido. Vejez, nacimiento y muerte, y todo resto de flema británica se me escapa y me veo zarandeada por el efecto que estas extrañas afirmaciones causan en mí. ¿Aquí? ¿Ahora? ¿Por qué?

Incapaces como somos de pensar en abstracto por demasiado tiempo, el nombre de la eutanasia suplicada, llorada, invocada, tiene un nombre, y es el de Ramón Sampedro. Para los otros dos problemas, de la miseria callada de los ancianos e impedidos y del escurridizo tema secreto del aborto, no contamos con rostros ni símbolos. Son dramas imprecisos. Fluyen como mercurio, igualmente venenosos. No se ven, no se oyen. Eso es un gran problema.

González Pons, al que en un principio creí más sólido y al que veo fluctuando de manera alarmante, entra en la lucha fácil y anuncia que los fondos públicos no deberían servir para liquidar a quienes los han aportado. La perogrullada es tan obvia que sobran los comentarios. Cortina de humo o no, todas estas propuestas, que no dejan de ser anecdóticas, poseen una extraordinaria capacidad para remover las conciencias.

Salvo la del aumento del importe de las pensiones, que creeré cuando la vea, enfrentan, desafían. Son lacrimógenas, nacen de un espíritu de rebeldía casi adolescente. Obligan a pensar, si es que poseemos el don de distanciarnos de creencias y de usar a cambio la empatía. A quienes afectan, de nada hay que convencerlos. Son leyes a previsión, del espíritu de la Navidad Futura, que únicamente podrán ser entendibles en el caso de que, por infortunio, debamos hacer uso de ellas.

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