Fuego amigo

El desconsuelo de la vuelta al cole

Hoy es el día de la vuelta al cole para más de ocho millones de escolares de educación infantil y primaria. Se acabaron oficialmente las vacaciones para todos. Los niños marcan el pulso de la familia y de las ciudades. Ellos son la disculpa de la próxima bronca política (con asignatura de religión mediante), y el tráfico de las ciudades se complica con el aumento de vehículos particulares de padres que transportan a sus hijos al colegio, y que por culpa del caos circulatorio llegan tarde, los niños a sus aulas y los padres a sus puestos de trabajo.
Recuerdo este primer día con desolación, por aquellos años en que me hicieron la foto que preside este blog. Fui llorando desde mi casa hasta la puerta del colegio, casi arrastrado por la mano firme de mi madre, dura como una roca, insensible a mis lamentos, porque las madres de antes, además de mucho entrenamiento, carecían de coche, y las ciudades estaban hechas todavía a la medida del hombre. Salir del estado asilvestrado del verano y sumergirte de pronto en aquel bosque de sotanas negras con sus reglas rígidas (me refiero a las de madera, que tanto servían para tomar medidas o dibujar líneas rectas como para darte collejas en la mano como castigo por la falta más nimia) era sentido por mí como si me hubiesen abandonado o entregado para siempre a la gobernanta de un asilo. Por eso aún hoy, cuando veo en los telediarios las inevitable imágenes del primer día escolar de los peques, llorando a moco tendido unos, estupefactos otros, amedrentados todos, vuelve a renacer en mí la misma congoja y me hago solidario de su desgracia.

En cambio, los chavales que ya han superado la primaria tienen todavía unos días para el comienzo de su nueva actividad. Estos ya no lloran. Quienes sí lloran en muchos casos son los profesores, que ven con terror cómo se acerca el día del comienzo del curso en el que, una año más, van a maldecir la ocurrencia romántica de haberse hecho maestros, profesores, catedráticos. Mis hermanos, sobrinos y antiguos compañeros de universidad dedicados a la enseñanza intentan sacudirse estos días, no tanto el estrés post vacacional como la desazón que les provoca la incertidumbre de no saber qué material humano les espera para este curso, cuántos alumnos de los considerados imposibles e irrecuperables entrarán en el cupo de sus aulas, cual será el grado de tensión que habrán de soportar.
Para todos ellos, niños y profesores, mi solidaridad de niño de orejas de soplillo que se niega a envejecer desde esa fotografía de ahí arriba, en este primer día de desconsuelo.

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