Fuego amigo

A toda pastilla

El otro día vimos la foto de la Dirección General de Tráfico en la que se adivinaba un coche circulando a 260 kilómetros por hora en un tramo de autovía. Al parecer, cuando lo detuvieron, los agentes comprobaron que el conductor ni iba borracho ni bajo los efectos de ninguna otra droga. Era tal cual, un perfecto animal, un potencial asesino que seguramente en su vida cotidiana se comportaba como una persona de bien, de las que ayudan a subir la compra a la vecina del tercero sin ascensor.
Tengo para mí que alguien que circula a semejante velocidad odia viajar. A los grandes viajeros lo que más les gusta de viajar es el propio viaje. Conozco a mucha gente, en cambio, para la que el hecho de montar en un coche, tren, barco o avión para desplazarse es un trámite molesto, aunque inevitable, para llegar a su destino lejano, como seguramente le ocurría al cagaprisas de la foto de la Guardia Civil.

Ellos adoran esas películas de ciencia-ficción en las que los protagonistas se trasladan de una galaxia a otra con encantamientos tecnológicos que convierten sus cuerpos en una energía que es nuevamente descodificada y reconstruida a su ser normal a millones de kilómetros de allí, y todo ello en décimas de segundo. Pero en la cruda realidad, a 260 kilómetros por hora, si te das una galleta que te descodifique la cara, no hay dios que te la reconstruya nunca más. En sus fantasías, les encanta la posibilidad futura de ir a buscar tabaco solo un momentito, aunque sean las tres de la madrugada, a una luna de Plutón, traerse, de paso, un güisqui cojonudo, oyes, de la galaxia de Andrómeda, y continuar la juerga hasta el alba en su casa del barrio de Chamberí. Algo que me parece aberrante, pues no se trata de ganar horas, sino de perderlas: viajar es la mejor manera que conozco de perder el tiempo.
A mí, que soy un raro y un lento, me gusta hasta hacer la maleta, que ya es gustar, aunque me olvide, como siempre, de la pasta de dientes y de las malditas zapatillas. Por eso, siempre que puedo, descarto el avión: no sé si será que la azafata nos echa algo en la naranja sintética para calmarnos a los que vamos comiéndonos las uñas, pero el caso es que no ha pasado un credo y ya estamos en El Cairo. El viaje de verdad comienza en el aeropuerto egipcio cuando tomas el primer taxi. Eso sí que es viajar, y sin la ayuda sedante de la naranjada trucada de la azafata, a pelo, en un coche fabricado con elementos de un desguace, a cien por hora en una calle estrecha de dirección única, detalle que, al parecer, desconocen los conductores de los coches que vienen de frente, también a cien por hora. Una droga más dura que la del tipo del coche a 260. En el avión, por el contrario, hacen lo posible para que te olvides de que viajas, tan aséptico todo, tan limpio y funcional, tan acondicionado el aire acondicionado, a nueve mil metros desconectado de la realidad.
(Meditación para hoy: por cierto, ¿os importaría, por favor, dejar de ir tanto al baño en el avión, correteando por el pasillo, que siempre pienso que en una de esas se va a desequilibrar el aparato? ¿Seríais tan amables de venir meados ya de casa?)

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