Otras miradas

La fiscal general del amor

José Angel Hidalgo

Funcionario de prisiones, escritor y periodista

Odiar es algo muy feo, cansa el intelecto y ahoga el tallo de nuestras más tiernas emociones en un odre de apestoso vinagre. Por estas razones, la fiscal general del Estado, la muy discreta (hasta hoy) María José Segarra, ha emitido una circular a su tropa de fiscales para que estos se opongan enérgicamente a esa pasión nefasta y tan nuestra, dejando claro que en ningún caso va a consentir que la mala baba cunda en España, sea cual sea su raíz, ímpetu u objeto.

Fotografía facilitada por la Fiscalía General del Estado de María José Segarra. EFE
Fotografía facilitada por la Fiscalía General del Estado de María José Segarra. EFE

Tal y como aparece en la información de este diario, Segarra advierte a sus subordinados de que grande ha de ser su empeño para que este país ame, y no odie, conminándoles a que no cejen ni un segundo en demostrar a los españoles que es mucho más saludable besar con lengua que romperle el bazo a patadas al prójimo; hasta tal punto arguye en ese sentido, que llevada por un momento que no descarto sea de esa turbación que hizo famosa a Santa Teresa, escribe: "una agresión a una persona de ideología nazi, o la incitación al odio hacia ese colectivo, puede ser incluida en ese tipo de delitos (los recogidos en el artículo 510 del Código Penal)".

¡Ni San Francisco alcanza esa altura mística sobando al lobo feroz! Porque con esta circular, la fiscal se eleva ante nuestros terrenales ojos hasta perderse de vista entre nubes de la más algodonosa espiritualidad.

Me deja estupefacto María José Segarra: me quiebra en mil pedazos la imagen que yo tenía de los togados.

Por Stendhal supe de lo que es capaz de firmar un fiscal con tal de que le aten un cordón de baronía a su pescuezo (el vil Rassi), algo que más aún me aclaró Jonathan Swift en sus famosos viajes de Gulliver, cuando éste ha de explicar a unos señores caballos cómo funciona la Justicia entre los humanos: "(...) en los procesos de crímenes contra el Estado, se manda primero a sondear la disposición de los que disfrutan el poder, y luego se puede con toda comodidad ahorcar o absolver al criminal, cumpliendo eso sí rigurosamente todas las debidas formas legales". Éste es párrafo importante, que arroja un chorro de luz a los que siguen los pormenores y miserias del juicio del Procés, pues explica muy bien los altibajos emocionales de los actores judiciales según se van sucediendo, con mayor o menor fortuna, los resultados electorales.

Hay que admitir que Segarra rompe con esa línea de cínica y cruel verdad que se ha colado siglo a siglo para crearnos esa imagen injustísima, de infame catadura moral, de aquellos que lucen toga: la Justicia y sus servidores, para la fiscal general, deben inspirar al ciudadano para hacerle prosperar en su dimensión bondadosa, y no solo perseguirlo por su ya más que demostrada malevolencia.

Sigamos pues las instrucciones de esta campeona jurídica del amor sin límite, sentimiento que en realidad tememos porque nos tortura al hacernos creer que somos capaces de entregarnos a los demás; animados por ella abracemos al temible lobo, démosle de comer, procuremos con mimos que engorde y prospere su camada; sí, contestemos al cinismo criminal de Rocío Monasterio con nuestra todavía más beatífica sonrisa; cedámosle los escaños al gang de Abascal para que pateen y saliven a gusto sobre el cogote de Pedro Sánchez; dejemos que Ortega Smith pase al Supremo con pistola, para que así dispare a la frente de Junqueras el día que Marchena, entre tacos y juramentos ("¡maldita sea mi estampa!"), no tenga más remedio que darle la absolución.

Todo sea antes que manifestar nuestro odio a un nazi: ¿acaso no es bonito verles corrompiendo con su sola presencia los escaños del Congreso? Aunque esta actitud pacífica tiene sus riesgos, ufff.

¡Es como cuando aquello del apaciguamiento a Hitler! Colgaban esvásticas hasta en Wall Street, no es coña. Sí, aquella política que tan formidables resultados dio en la Europa de los años cuarenta: campos de exterminio, cien millones de muertos, ruinas (y ruindad) sin cuento, ¡el infierno nazi total! ¡Eso sí que fue un delito de odio a la humanidad! Aunque para Segarra ese apocalipsis (como no ha conocido jamás la Historia) no debe ser objeto de nuestras afiladas sátiras, ni los que hoy lo niegan o defienden objeto de nuestras más que enérgicas condenas, pues odiar, que no nos enteramos, no es nada comparado con el éxtasis que estremece el alma cuando se apuesta por la bondad infinita del hombre en circulares como la suya, que sin duda alguna contiene una poesía a la que yo no sé bien si calificar más de odiosa que de ingenua.

¡Ni San Francisco besando al lobo!

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