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Chávez y los bancos

La Asamblea venezolana debate estos días un proyecto de ley sobre instituciones financieras que cataloga a los bancos como "servicio de utilidad pública". Les exige aportar al fisco el 5% de sus beneficios brutos con destino a la "solidaridad social" y crear un Fondo de Contingencias equivalente al 10% de su capital social para garantizar el pago de los trabajadores en caso de quiebra o cierre. Un diario español que nunca ha ocultado su antipatía hacia Hugo Chávez calificó de "confiscación" la pretensión de gravar los beneficios bancarios y resaltó que los Consejos Comunales a los que se prevé destinar esos fondos fueron "creados por el Gobierno", con la evidente intención de arrojar sospechas sobre la naturaleza de dichas organizaciones.

Con independencia de lo que cada cual piense sobre Chávez, ¿cabe descalificar sin más unas propuestas que hasta hace no mucho tiempo habría suscrito el más tibio socialdemócrata? Es más, después de lo visto en la actual crisis, ¿no cabría esperar unas nuevas reglas de juego en el sistema financiero y unas condiciones a la banca mucho más ambiciosas de lo que pretende Chávez con su propuesta legislativa?

En el proyecto que discute la Asamblea venezolana hay un artículo polémico que confiere al presidente de la República, en Consejo de Ministros, la potestad de intervenir, liquidar o tomar cualquier otra medida sobre los bancos. Los detractores de Chávez ven en ello una maniobra de carácter autocrático para nacionalizar a los bancos díscolos. El tema merece una discusión, vale. Pero, ¿por qué se puede hacer sin problemas lo contrario, es decir, privatizar mediante decisión administrativa empresas pertenecientes a todos los ciudadanos, como ha ocurrido durante los últimos años en medio mundo, incluido España? La única ley española sobre privatizaciones se aprobó tardíamente, en 1995, y se refiere al procedimiento administrativo para llevarlas a cabo sin entrar en consideraciones políticas sobre la conveniencia de desmontar lo que era una sólida tradición de propiedad pública. Tampoco se convocó ningún referéndum para que los españoles se pronunciaran sobre el destino de lo que era de ellos.

Ese es el meollo del asunto: se da por supuesto que todo lo que complazca a los grandes capitales es correcto. Y lo demás son monsergas de rojos y resentidos.

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