Quien tenga memoria o consulte las hemerotecas recordará cómo los últimos años del mandato de Felipe González estuvieron sacudidos por continuos escándalos de corrupción, unos de más envergadura que otros. Gran parte de los implicados dimitieron de sus cargos o fueron a la cárcel, o ambas cosas a la vez. En 1996, el PP ganó por primera vez las elecciones generales presentándose como el partido serio, de eficaces y honrados gestores, que iba a rescatar España de la postración moral a que la habían llevado los socialistas. El mensaje coló, y los conservadores se han esforzado por mantenerlo vigente hasta hoy mediante una implacable maquinaria de propaganda que equipara al PSOE con corrupción, y al PP, con honestidad.
Tanta mentira y manipulación está quedando estos días en evidencia, con las guerras de dossiers en la Comunidad de Madrid, las concesiones de contratos a empresas de hermanos y cuñados, los sobornos a tránsfugas para lograr el control de Cajamadrid, las corruptelas urbanísticas en ayuntamientos gobernados por el PP en varias comunidades. No es que la venalidad esté surgiendo ahora, como una enfermedad sobrevenida, en el partido conservador. La incógnita radica en si el PP, en su actual estado de descomposición, logrará mantener por mucho tiempo la capacidad de reacción a las acusaciones con los métodos que tan buenos frutos le dieron en la era Aznar: la chulería, el desprecio, las amenazas veladas, la defensa a ultranza de altos cargos imputados y, si se dispone de los medios adecuados, el freno a cualquier investigación parlamentaria, judicial o periodística.
En el PP no es tradición asumir responsabilidades. Rara vez dimite alguien el partido. Quien es cesado por sus jefes para evitar que el escándalo afecte unos resultados electorales -véase el gallego Luis Carrera-, dice que renuncia "por estética". Y todos tan panchos. Son maneras particulares de concebir la democracia. De entender el respeto a los ciudadanos. A ver cuánto les dura.
Comentarios
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