Diario de la Antártida

10 de enero. Por fin, desde la Antártida

capitulo-5-foto-5buena.jpgTampoco pudimos salir al día siguiente. Y lo peor no era la espera, ni la incertidumbre. ¡Lo más frustrante era que no estábamos siendo testigos del temporal!

Después de perder todo el día en el aeropuerto esperando que el piloto nos diera una buena noticia, cogimos nuestros bártulos y regresamos al hotel con expresión de derrota. Amainó por fin el día 10. A las 4:30 de la mañana salimos, de nuevo, rumbo al aeropuerto y esta vez sabía que no era una falsa alarma. Me levanté, no sé porqué, con la seguridad de que ese día estaría por fin en la Antártida.

El vuelo en Hércules hasta lo que los chilenos consideran ‘Territorio antártico chileno’ -a pesar de que el Sexto Continente no tiene propietarios internacionalmente reconocidos- duró dos horas y media. Era un avión uruguayo y el comandante no tardó ni un instante en comprender que, como periodistas, teníamos mucho interés en volar en la cabina del piloto. Allí pasamos casi todo el tiempo, despegue y aterrizaje incluidos. La mayor parte del tiempo volamos sobre nubes, pero la tripulación consiguió atenuar el disgusto a base de chistes y de convidarnos a mate. Aterrizamos sobre una pista de tierra, la más corta, la más estrecha y la más insuficiente en todos los sentidos que he visto nunca. Apareció de repente, de entre las nubes y todavía desde el aire se podía ver el final. No lo niego. Tuve miedo.

Lo primero que hicimos fue ver, después mirar y por último observar. A unos 500 metros de la pista, sobre el mar, el buque español Las Palmas nos esperaba desde hacía tres días. Nos acercamos a la playa, vimos los primeros pingüinos y sólo en ese momento me lo creí: estaba pisando el lugar más remoto de la Tierra.

El viaje en barco resultó agotador. Primero porque después de tanto tiempo esperando, veía reportajes por todas partes. David y yo nos pasamos prácticamente ocho horas recorriendo el buque, hablando con militares y marineros, grabando vistas, buscando enfoques... No tuve ninguna duda de que lo más importante de aquella travesía era la tripulación. 36 hombres y mujeres conviviendo durante ¡seis meses! en un barco que sólo cubre las necesidades mínimas de espacio para el personal. Seis meses fuera de casa y prácticamente sin tocar tierra firme. A las doce de la noche, 20 horas después de habernos levantado, caímos a plomo en nuestros camarotes, sabiendo que en dos horas debíamos levantarnos.

A las 2:30 de la mañana, el altavoz del buque nos avisó de que estábamos a punto de atravesar los Fuelles de Neptuno, como se llama a la entrada a Isla Decepción, donde se encuentra una de las bases de trabajo españolas. Un escenario espectacular que pudimos ver sin problema gracias a que en esta época del año, aquí no es nunca completamente de noche.

Nada más pasar los fuelles, un volcán con el cráter completamente sumergido al que se puede entrar en barco. El comandante nos explicó que la maniobra es arriesgada. Exige de una gran precisión porque el buque sólo tiene un camino, estrecho, entre dos inmensas rocas para acceder a la bahía. Lo hace, muy despacito y a los pocos minutos estamos ya en la bahía.

Son las cuatro de la mañana. Pero no podemos desembarcar en la base antártica española Gabriel de Castilla hasta las siete y media por respeto a sus habitantes, y de nuevo hacemos tiempo. Estamos tan emocionados como cansados. Pero no podemos parar. Sólo vamos a pasar dos días en esta base y tenemos que sacarles el máximo partido. Así que nos sentamos a ver lo que hemos grabado hasta ese momento para que no se nos acumule el trabajo.

A las ocho en punto de la mañana, con puntualidad militar, desembarcamos en la base: un pequeño complejo de módulos instalados sobre ceniza volcánica en el que conviven 30 personas durante casi cinco meses. Me quedo impresionada de lo pequeño que es y del sacrificio que hacen estos científicos y militares al pasar tanto tiempo aislados, a veinte grados bajo cero y sin intimidad, entre otras muchas carencias. Tras mi primera impresión, creo entender por qué esta isla se llama Decepción. Tras la segunda, interpreto con más justicia la traducción que se hizo al español del nombre original. ‘Deception’ en inglés significa ‘desengaño’. Y ése fue exactamente mi error: creer que eso era todo. En ese instante aún no sabía que me encontraba en un entorno maravilloso y entre una gente tan apasionada por su trabajo que en una conversación habían conseguido implicarme por completo en sus proyectos. Sin haber anochecido y sin haber apenas dormido, habíamos cambiado de día. En este momento, empecé a perder la noción del tiempo.

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