Con negritas

La codicia se cuela por los resquicios de la crisis

Hace cuatro meses y medio que los líderes del G-20 se dieron cita en Washington una fría mañana de noviembre para sentar las bases del nuevo orden financiero internacional. Hubo quien confió en que aquella cita fuese una reedición de la conferencia de Bretton Woods, que en 1944 estableció las reglas de juego para las relaciones comerciales y monetarias entre los grandes países industrializados. El mundo observaba con espanto el imparable resquebrajamiento de la economía y reclamaba una acción concertada antes de que todo se viniera estrepitosamente abajo.

La cumbre de Washigton, sin embargo, pasó de puntillas sobre los excesos del capitalismo y alumbró un catálogo vaporoso de medidas destinadas a apuntalar el sistema sin cuestionarlo a fondo. De ahí que haya sido poco útil para conseguir que el temporal amaine, a pesar de la abrumadora cantidad de dinero que los Estados han puesto sobre la mesa desde entonces. Cuatro billones de euros han salido ya o van a salir en los próximos años de los bolsillos de los contribuyentes para taponar la vía de agua que amenaza con hundir la economía.

Semejante esfuerzo, que probablemente una sola generación no acabará de pagar, podría ser asumido con resignación si no fuera por el irritante comportamiento de algunos de los más esmerados arquitectos de este colosal desastre. Altos ejecutivos de compañías socorridas con abundantes recursos públicos en Estados Unidos y en Europa se siguen embolsando alegremente sobresueldos de escándalo, como si aquí no hubiera pasado nada. Merril Lynch, Société Générale, AIG... son cuentas de un largo rosario, seguramente todavía inacabado, de oprobio y desvergüenza.

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