Punto de Fisión

El sexo de los ángeles

Resulta paradójico que, dentro de la cultura occidental, la mayor resistencia a la casi infinita variedad de la sexualidad humana prolifere en el seno del catolicismo. Lo digo porque hasta hace muy poco, la inmensa mayoría de los testimonios íntimos provenía del confesionario, una sospecha corroborada cuando un viejo sacerdote, saltándose las listas de libros prohibidos, leyó las obras de Sade y se echó a reír a carcajadas. Al lado de lo que había oído él tras años de pegar la oreja a la rejilla, todas aquellas historias de azotes, mutilaciones y penetraciones múltiples no eran más que memeces.

Una de las reservas espirituales de cualquier religión es su negativa a satisfacer los apetitos de la carne. El monje, el santo, el anacoreta toman su fuerza y su prestigio del ejercicio reiterado de la castidad y la pobreza. Cristo se niega a probar bocado en el desierto y entonces aparece el diablo. Los malabarismos con el hambre han escrito las mejores páginas del ascetismo, del mismo modo que las líneas más altas de Santa Teresa o de San Juan de la Cruz rezuman un erotismo sublimado donde la unión del alma con Dios se disfraza con las metáforas del amor y del orgasmo.

Recuerdo que, en los dos años que estuve en los salesianos, antes de que me echaran por mis serios problemas con las matemáticas, me tropecé en el aula de religión con un cura que parecía un teólogo de la liberación trasplantado a la Península Ibérica. Revestido de barba y pantalones de pana, dedicaba sus clases a predicar un socialismo cristiano que sonaba entre hereje y utópico, como si Marx fuese a misa a tocar la guitarra. Un día nos dijo que el amor sexual era el mayor regalo que Dios le había hecho al hombre y entonces alguien (puede que fuera yo) levantó la mano y le preguntó por qué no podíamos invitar a unas chicas al patio. El hombre tosió y dijo que se refería al amor santificado por el matrimonio, pero creo que a nadie le convenció ese salto teológico. Ni siquiera a él, que al cabo de los años, acabó prescindiendo de algo más de la sotana para explorar su propia sexualidad en compañía de una señora alta y rubia.

Mucho antes, en una parroquia de mi barrio, ya había descubierto yo que el confesionario podía ser una insólita consulta de información sexual. Por aquel entonces era tan inocente y tan joven que ni siquiera había descubierto aún la masturbación, pero el padre confesor rápidamente me puso sobre la pista al preguntarme si me había hecho "tocamientos", una palabra que pertenece por derecho propio al léxico católico. En sucesivas visitas me preguntó también si había pecado en familia o con animales y, mientras yo negaba con la cabeza, asustado, tuve que reconocer que aquel hombre era una fuente de sabiduría inagotable, con una imaginación que para sí quisieran los pacatos novelistas franceses que empezaba a frecuentar por aquellos años.

No es extraño que en la Edad Media los teólogos se rompieran la cabeza intentando elucidar el sexo de los ángeles, como tampoco lo era que aquel viejo cura francés se descojonara de risa al leer a Sade.

 

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