Punto de Fisión

El Grial del Everest

Hace ahora poco más de noventa años exactos, el 8 de junio de 1924, George Mallory y Andrew Irvine fueron vistos por última vez antes de perderse en la interminable, tenebrosa arista noreste del Everest. Eran apenas dos puntos en el telescopio que manejaba Noel Odell en el campamento del collado norte, dos manchas oscuras que rebasaron un resalte y que de repente desaparecieron tragadas por la niebla. Desde entonces, el enigma de si llegaron o no a la cima se ha convertido en el misterio supremo del alpinismo, un cisma que ha dividido a defensores y detractores de esa mítica primera ascensión, olvidando que en un ochomil, como en cualquier montaña, cuenta no sólo hollar la cumbre sino regresar vivo de ella.

Reinhold Messner, tal vez el mayor alpinista vivo, está convencido de que no vencieron y dedicó un libro entero a novelarlo. Geoffrey Winthrop Young, maestro de escalada de Mallory, poeta y miembro de la Royal Academy of Literature, miembro honorario del Alpine Club y tal vez el mayor escalador inglés de principios de siglo, no tenía la menor duda de que su amigo logró la cima y falleció en el regreso. Cuando le preguntaban cómo estaba tan seguro, Young solía responder: "Porque Mallory era Mallory".

El 1 de mayo de 1999 Conrad Anker encontró el cuerpo de Mallory a más de ocho mil metros de altitud, en la zona conocida como banda amarilla, en la cara norte del Everest, un hallazgo prodigioso que conmocionó al mundo entero. La editorial Desnivel, donde yo acababa de publicar mi primera novela, Nanga Parbat, me preguntó si quería escribir un libro. Yo entonces apenas conocía nada del personaje y estuve a punto de rechazar el encargo, pero dos cosas me hicieron cambiar de opinión: una, la impresionante foto del cadáver de Mallory aferrado a la montaña, la espalda transformada en mármol merced al trabajo del hielo y del viento; dos, la compañía de mi amigo Rafael Conde, que ya me había echado una mano con las labores de documentación en mi primer libro, pero que en éste iba a tener que ir abriendo vía entre los abismos de una bibliografía inédita en castellano.

En el camino para rehacer su vida, acabamos fascinados también por la época, esa Inglaterra en la agonía de su imperio, ese mundo del que sólo quedaban por leer unas pocas páginas inéditas, y una banda de personajes absolutamente fascinante: aventureros, locos, militares, músicos, espías y poetas que escalaban con botas de cuero y chaquetas de tweed y que fumaban en pipa a siete mil metros para aclimatarse mejor a la altitud. Y entre todos ellos, tirando de nosotros como antes había tirado de expediciones, de amigos, de cordadas y sueños, George Mallory, un hombre que siempre será recordado como montañero pero que quería ser ante todo escritor. Que tenía esposa e hijos y que ya había participado en dos desastrosas escaladas al Everest, en 1921 y en 1923, pero que no podía desengancharse de la atracción terrible que el techo del mundo ejercía sobre él como una amante monstruosa.

En la cara norte del Everest Conrad Anker encontró un fósil de aquel hermoso icono de la comunidad gay de Cambridge, el joven estudiante que posó desnudo para un célebre retrato fotográfico de Duncan Grant, el profesor de literatura que dio clase a un alumno llamado Robert Graves, el padre de familia que al final no pudo resistirse a la pasión por aquella inmensa catedral de roca y hielo. Dentro de su estatua blanca y congelada se ocultaba el caballero perfecto del Grial, el joven impetuoso al que Young llamó Galahad y que está representado como tal, escoltado por las figuras del rey Arturo y de San Jorge, en la vidriera de la iglesia de Mobberley que su familia mandó construir en su memoria.

En la particular encuesta que hicimos mientras escribíamos Los huesos de Mallory, unos se decantaban por la victoria, otros por la derrota. La respuesta más hermosa nos la dio Sebastián Alvaro, dividido entre el alma y el cuerpo como Mallory entre el templo del Everest y los cristales de una capilla inglesa: "Mi cabeza me dice que no llegaron a la cima; mi corazón me dice que sí". Luego se supo que la casa Kodak se había comprometido, en caso de que encontraran el cadáver de Irvine con la cámara intacta, a hacer lo que fuese para revelar la película y comprobar si guardaba una foto de cumbre. Pero incluso, en caso de que no hubiera ninguna, eso tampoco probaría nada, porque los chinos en 1975 también llegaron demasiado tarde para sacar una foto, porque una negativa no se puede probar y porque los auténticos sueños jamás se revelan.

 

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