Punto de Fisión

Noticias desde Australia

Bill Bryson, autor de hilarantes libros de viajes, decía que Australia era un país que no aparecía casi nunca en las noticias, que molestaba tan poco en el curso normal del mundo que nadie fuera de allí podía recordar el nombre de su primer ministro. A Australia le pasa un poco lo mismo que a Islandia en los mapas de Europa, que a veces está y otras veces no está, pero últimamente (desde que han concluido con éxito la fumigación de políticos y banqueros que deberíamos hacer en el continente) no está casi nunca. En cambio, Australia se encuentra tan lejos que ni siquiera sabemos si habrá llegado allá la crisis, como una de esas olas gigantescas que rompen en acantilados contra las playas y que una vez, hace ventitantos años, se tragó a un primer ministro del que nunca más se supo.

Entonces, de repente, aparece la foto del hijo de un yihadista australiano, un niño de siete años sosteniendo una cabeza humana, y para eludir el horror la mirada se me va directamente a la parte más tonta de la noticia, yihadista australiano, ese oxímoron, y me pregunto qué le faltaba a este hombre en la tierra de Oz para tener que irse a Siria a decapitar infieles. Después de enumerar las ventajas, caigo en la cuenta de que ni los grandes espacios salvajes, ni la economía saneada, ni las puestas de sol, ni playas, ni canguros, significan nada al lado del paraíso prometido, ese jardín eterno rodeado de huríes y de una provisión personal de vírgenes. Las vírgenes nunca me atrajeron mucho (sobre todo después de ver la cara que se les queda a algunas después de ejercer la profesión tres décadas) pero las huríes son otro cantar. Hay que reconocer la capacidad de seducción del poeta que escribió que bastaba una gota de saliva de una hurí para endulzar un océano.

Sin embargo, después de Australia y del yihadismo, queda la noticia monda y lironda: esa imagen del niño sonriente levantando la cabeza cortada como si se tratara de un juego. Y de repente recordé la frase que me dijo una vez mi amigo, el cooperante Pablo Yuste, que se pasó varios años masticando pólvora en Irak y en Afganistán: que los soldados estadounidenses que entraban en combate lo hacían enfundados en un casco donde, por lo general, sonaba hevay metal a un volumen atronador. Le pregunté por qué y me dijo que era muy sencillo: "La música los aísla de la brutalidad, como si estuvieran en un videojuego". Atienden las indicaciones de sus compañeros y las órdenes de los mandos a través de un micrófono, entre los aullidos, los redobles de batería y las atronadoras ráfagas de guitarra; luego apuntan y disparan, pero todo se halla envuelto en un aura de irrealidad demencial, difuminada en su propia banda sonora. Matan todo lo que se les pone por delante, críos enloquecidos jugando a un videojuego.

Cuando le pidieron que les comprase la última versión de Call of Duty, un profesor sueco llevó a sus hijos a una zona de guerra en los Altos del Golán para que vieran la diferencia entre la realidad y la ficción. No sé si los niños comprendieron. Una vez un psicólogo contó el fracaso espectacular que obtuvo al criar a su propio hijo lejos de la fascinación de las armas; aunque le había prohibido los juguetes bélicos, los tebeos y las películas de guerra, un día se lo encontró a sus cinco años montando una batalla con dos ejércitos de cerillas. Había muchos soldados muertos –escribía–:  las cerillas rotas. Quizá lo más lúcido que se haya dicho nunca sobre la guerra sea este fragmento de Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy: "Da igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es como preguntar lo que opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya lo esperaba. El oficio supremo a la espera de su supremo artífice. Así era entonces y así sera siempre. Así y de ninguna otra forma".

 

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