Punto de Fisión

La sangre con letra entra

En Sicilia se ha generado una curiosa discusión literaria ante el polémico galardón que ha ganado un capo mafioso, Giussepe Grasonelli, por un libro escrito a medias junto a un periodista italiano y que narra las andanzas de su vida criminal. Uno de los jurados, Gaspare Agnello, amigo personal de Sciascia, prefirió dimitir antes que darle el premio a un carnicero que lleva más de veinte años de prisión por diversos asesinatos. Para colmo, el libro (titulado Mala hierba, que era el cariñoso apodo de Grasonelli en sus años de plomo) ha batido en la final a otro volumen de memorias escrito por la hija de un juez asesinado precisamente por la mafia.

En esa poética lucha entre el bien y el mal, en el ánimo del jurado debieron de pesar las palabras de arrepentimiento de Grasonelli, quizá tanto como la truculencia de algunos pasajes o las cuestiones de estilo. André Gide dijo que con los buenos sentimientos sólo se hace mala literatura y Oscar Wilde advirtió una vez, alabando la obra literaria de un conocido envenenador, que el hecho de que un hombre sea un asesino no quiere decir nada en contra de su prosa. Al final todo se reduce a una cuestión de estilo.

En España no nos hubiera admirado tanto el premio a un presidiario metido a literato porque el público ya se encargó de sancionar de su propio bolsillo el éxito de las memorias de Mario Conde. Probablemente Conde sea uno de los pocos escritores distinguidos con un doctorado honoris causa por una universidad española (la Complutense de Madrid, para más señas), aunque también es verdad que cuando lo revistieron con la dignidad de la toga Conde todavía no había publicado ningún libro. Debieron premiarlo por su peinado, por su labor al frente del Banesto, por su teoría del pelotazo o por otros chachullos. El doctorado honoris causa a Mario Conde no dice mucho sobre la calidad de la literatura española pero sí que revela demasiada información sobre la catadura moral de nuestras universidades. Lo que natura no da, Salamanca lo presta.

Algunos amigos escritores han confesado en privado y en público su desánimo ante el intrusismo laboral que sufren desde diversos ámbitos que no tienen nada que ver con la literatura: la televisión, la farándula, el cine, la política, la canción, el fútbol, la banca, la mafia o todo junto. Los editores prometen jugosos adelantos a cadáveres presidenciales que no saben escribir, a marujas que apenas si saben hablar y a bustos parlantes que firman novelas sin haberlas leído antes. La gran república de las letras se ha democratizado hasta el punto de que cualquiera puede publicar un libro siempre y cuando sea lo bastante famoso como para hacer caja. Al menos Grasonelli requirió la ayuda de un profesional para hacer de sus crímenes una obra de arte. De seguir vivo, Oscar Wilde pediría la pena de prisión para todos esos editores desalmados y delincuentes literarios que fomentan el analfabetismo atentando contra las leyes elementales de la retórica.

 

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