Punto de Fisión

El tiempo en taxi

El otro día tomé un taxi en La Latina para ir a casa de mis padres, en Simancas, sin saber que estaba subiendo a una máquina del tiempo. Cuando Wells inventó su prototipo temporal no podía saber que, según los últimos descubrimientos de la física, sólo se puede viajar al pasado, y además a un tiempo siempre posterior a la invención de la máquina. Con un taxi se cumplen ambos requisitos, especialmente la paradoja de que haya que viajar a un tiempo donde ya estuviste. Entré, saludé, dije dónde iba y el taxista, un tipo alto y anónimo, me echó por el retrovisor una mirada que, aun con miedo a resultar redundante, califiqué de retrospectiva.

"Yo a ti te conozco" dijo.

"¿Sí?" pregunté yo. "No te deberé dinero".

"No, no es eso. Es que tu cara me suena".

"Me lo dicen a menudo". Iba a hablar, muy ufano, de mi oficio y de la fotografía que ilustra esta página, cuando el taxista me cortó:

"Tú y yo nos hemos bebido juntos".

Me preguntó si era de San Blas y le respondí que de ahí al lado, del barrio de Simancas. Luego comprobamos que ambos estábamos al borde del medio siglo. De repente, mientras sorteaba los grumos del tráfico, encadenó un exhaustivo flash-back que barajaba los años setenta, los ochenta, los navajeros, los yonquis, el mitológico prestigio de la Avenida de la Guadalajara en aquellos tiempos en que tenía fama de ser la peor calle de Europa. Yo recordé las casas bajas donde traficaban los gitanos, las bandas callejeras, las sangrientas praderas del parque de San Blas, el triste rosario de brazos perforados y de amigos muertos.

Al escuchar la palabra "banda", las orejas se le aguzaron, y a continuación me preguntó si yo no había pertenecido a alguna banda. No, yo no servía para eso. A partir de la adolescencia fui suspendiendo todas y cada una de las asignaturas callejeras. Yo sólo conocía, de oídas, a la celebérrima banda del Chino, que pululaba por todos los suburbios del Madrid de la época, de Vicálvaro a Carabanchel y de Batán a Vallecas, y cuya fama se propagó hasta el punto de engendrar vástagos como la banda del Mini-Chino. Sonrió y, aprovechando la pausa de un semáforo, giró la cabeza y me dijo, con una mezcla de nostalgia y de sombrío orgullo, el nombre de la banda a la que había pertenecido. No, no la conocía. Habló también de los amigos que se le habían ido en el galope loco del caballo, de los que habían acabado en la cárcel, de los que habían sobrevivido y aún paseaban por el parque como zombis tristes. Luego me aseguró, con sospechoso énfasis, que él nunca había probado la heroína. Sólo porros, dijo. Lo desmentían sus ojos velados, sus mejillas chupadas, los signos borrosos tatuados en el dorso de una de sus manos. Para distraerlo de esas negras profundidades le recité los nombres de algunos chavales de mi barrio:

"¿Te acuerdas de Muler, de Quique, de Angel?"

Entornó los párpados lo que le permitía la conducción para pescar un momento en su memoria. Emergió al oír un mote, Choto, un tío enorme, bien majo, con el que yo había estudiado en el Instituto Simancas.

"Ese era un poco bruto, ¿no?"

"Se llama Carvajal. Ahora es profesor de Historia".

"El Choto" asintió con la cabeza. "Sí, lo recuerdo. Era un poco matón, pero buena gente".

Poco antes de llegar a mi destino, hablamos de la discoteca Argentina, del Barrabás, del Canciller, honestos antros heavys de la edad de piedra. Me contó que él estuvo de puerta en el Canciller una semana y que lo dejó después de una bronca con el dueño. "El dueño era el comisario jefe del distrito, ¿lo sabías?" No, yo al Canciller sólo había ido un par de veces, la última a un concierto de Marillion. Pero como si la mención policial fuese el remate de un interrogatorio magistral, le confesé la verdad: había escrito una novela que era un homenaje al barrio y a la vida del barrio, una novela donde salían el parque de San Blas, los yonquis de brazos perforados, sus amigos muertos, los míos, él y yo paseando como fantasmas. Hubo un silencio extraño antes de que detuviera el taxi.

"Dieciocho cincuenta" me dijo.

Le di un billete de veinte y le dejé el cambio. Salí del taxi, crucé la calle y vi que me hacía una seña desde la ventanilla. Lo vi otra vez de frente, sonriendo de medio lado, y comprobé que no lo recordaba de ningún sitio.

"Haz memoria. Tú y yo hemos bebido juntos".

 

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