Punto de Fisión

La cara oscura de la nieve

Siempre que veo caer la nieve al otro lado de la ventana regreso a la infancia. Como muchos otros niños afortunados, para mí la nieve significaba tejados blancos, colegios cerrados, guantes, gritos, carreras, resbalones, bolazos en la cara: una felicidad navideña y portátil que me transportaba a tundras heladas entre trineos de renos y auroras boreales. En mi viaje a Polonia, más de una década atrás, no sólo reviví ese lado luminoso de la nieve, sino que recordé de repente una de mis primeras metáforas, cuando un día pensé que la nieve era la caspa de Dios. Ignoraba hasta qué punto era una metáfora acertada.

En aquel entonces sabía que la nieve tenía, al menos, otra cara, la de angustia que ponía mi padre cuando veía el mapa del tiempo en la televisión con cristales de tormenta cubriendo el norte de España y al día siguiente le tocaba cruzar el Puerto de Pajares al volante de un camión de tres ejes. Vuelvo a ver los ojos de mi padre en la mujer aterida de frío pidiendo a las puertas de un supermercado, en el pobre que rebusca entre los cubos de basura, en el mendigo refugiándose de la nevada en el vestíbulo de un cajero automático, bajo un endeble iglú de cartones. La nieve tiene un rostro para los niños que se deslizan sobre ella sobre esquís y otro para los que hacen colas durante horas aguardando la limosna de una taza de caldo con los zapatos y los calcetines mojados.

La semana pasada la revista 5W (una cooperativa de reporteros que a lo largo de sus dos años de existencia ha ofrecido crónicas espeluznantes sobre Etiopía, Congo, Mosul o Nigeria) mostraba un reportaje fotográfico de Santi Palacios sobre un campo de refugiados en Serbia que parecía un viaje a través del túnel del tiempo. Imágenes calcadas de Auschwitz o de Kolymá, jóvenes abrigados con mantas raídas al lado de vertederos de basura, grupos de gente calentándose a la lumbre de una hoguera, muchedumbres en pie sobre un descampado helado esperando para obtener una ración de comida. Es más difícil verlos cuando se juntan por cientos y por miles en lugar de uno en uno, pero nos estamos acostumbrando.

Sí, cuesta esfuerzo creer que esto esté sucediendo ahora mismo en la Unión Europea, la misma Unión Europea que recibió en 2012 el premio Nobel de la Paz por sus espectaculares avances en cuestiones de democracia, reconciliación y derechos humanos. La misma Unión Europea que se estremeció al unísono con las fotos de Aylan Kurdi, el niño sirio que apareció ahogado en una playa turca, y que las olvidó al instante, en cuanto pasó la moda del escalofrío solidario. Esa misma Unión Europea que esta semana bostezaba respetuosamente ante un naufragio masivo de 90 personas frente a las costas libias y el rescate de 20 cadáveres flotando cerca de Melilla. Al igual que otros muchos niños afortunados, para mí la playa y la nieve fueron campos de juego, no cementerios.

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