Dentro del laberinto

Orígenes

Con la idealización de las personas que admiramos se produce, en ocasiones, un fenómeno de vasos comunicantes: cuanto más se idolatra, más conciencia de ser idolatrado que tiene el adorado. Entonces, cuando no se resiste más, la condensación de emociones se satura de tal manera que estalla, como las pompas de jabón ya cuarteadas, y le sucede la decepción.
En el encuentro con un escritor famoso se corre siempre ese riesgo. A veces la pompa estalla en una firma o una conferencia por las prisas, por las colas eternas, por un mal gesto. Otras, se produce por el insoportable engreimiento de quien cree que contar historias le convierte en alguien especial.

Hay pocas cosas más humillantes para un mediocre endiosado que la comparación con los grandes que se comportan con sencillez. Ése fue el pensamiento que flotaba a los postres, tras la cena con la que su editorial celebraba que Cornelia Funke se uniera a la Feria del Libro de Madrid. Las ventas mundiales de sus obras (El jinete del dragón, Corazón de Tinta...) sonrojarían a cualquier gallito literario. Su cercanía, por otra parte, desarmaría a cualquiera. En ocasiones, los límites entre la profesionalidad y la amabilidad se desdibujan: cuestión de carácter, o de grandeza.

Cornelia Funke es alta y guapa, con un cabello claro que cae sobre los ojos, también muy claros. Vestía de negro, llegaba agotada tras un viaje de 22 horas que no le enturbió ni el humor ni la mirada. La niña que quiso ser piel roja dibujaba de adulta dragones con dientes afilados que luego regalaba con naturalidad a quienes compartían mesa con ella. Las manos, muy suaves, buscaban la cercanía con quien hablaba.

El contacto directo con la fantasía suaviza la vida, como pule el agua las piedras. Pero esa comunicación continua con mundos invisibles no se produce siempre de la misma manera. Entre los dedos de Cornelia el boli se movía como un cuchillo: como quien hace algo cotidiano, cortar, dar forma, eliminar lo sobrante, facilitar alimento.

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