Dentro del laberinto

Asta

Se acabaron los feriantes en Europa del Este, y por desgracia, el rey de España puso su granito de arena para terminar con los osos, muchos de ellos domesticados, ancianos, adiestrados a miedo y brasas. Se acabaron también casi todas las granjas de ponis y caballitos enanos en Gran Bretaña debido a la crisis y a la fiebre aftosa. Pero los ingleses, más civilizados, no los sacrificaron. Muchos de ellos sirvieron como caballitos guías para invidentes e impedidos. Se desempeñan perfectamente en el oficio de lazarillo: dóciles, chiquitines, inteligentes y baratos.

En España, desde el punto de salida de san Juan hasta el otoño, mataremos toros, despeñaremos cabras, descabezaremos gansos, perseguiremos vacas, torturaremos becerras, y todo se hará entre protestas de tradición, demostraciones de legalidad, y con la absoluta convicción de que los bichos no sufren. Incluso un reputado veterinario lo ha dicho: en fin. Casi todos los demás dicen lo contrario. Serán los extranjeros los que más clamen por la abolición de los festejos que conlleven animales maltratados.

¿Por qué necesita el ser humano domar y quebrar la voluntad de los animales? En la Antigüedad, los tigres se enfrentaban a los elefantes en el Circo, y la muchedumbre aullaba, entusiasmada. A los caballos de los picadores se les cosía las entrañas en vivo, con algo de serrín. Caballos que durante años habían tirado de arados, muertos de hambre y palos, para terminar en la arena.

Han cambiado las leyes, las civilizaciones. Ya no cazamos mamuts con trampas, no capturamos tigres para que se mueran de calor en Roma. Se protege el vientre de los caballos con caparazones resistentes, se retiran las cabras y los osos danzarines de la circulación y los ponis pasan a ser los ojos de los ciegos. Se protegen las especies amenazadas, cambian los tiempos, cambia el concepto de dignidad, y las plagas alimenticias nos convierten en vegetarianos. Sólo los humanos no hemos cambiado, y ululamos frente a su sufrimiento.

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