Dentro del laberinto

Paréntesis

Llevamos ya casi diez minutos sentados, mi mirada fija en su mano, su mano más pesada, más nerviosa, tamborileando agitada sobre la mesa, la mesa redonda del bar demasiado pequeña para dos desconocidos, pero amplia de sobra para dos que, como nosotros, nos adivinamos los gestos y las maneras. De vez en cuando iniciamos una conversación acerca de la música, que a los dos nos gusta y que suena a un volumen desmedido que agradecemos tanto, tanto, como tememos el silencio.

Se han acabado las palabras; tememos las interrupciones de canción en canción y se escapa poco a poco la espuma de las cervezas. Y a mí me angustia el momento siguiente, porque entonces habrá que tomar una decisión, y le tomaré de la mano, y me seguirá a mi casa, y caerán primero la colcha y las sábanas y, luego, mi falda y luego nosotros sobre la cama; luego llegará la marcha, se sucederán palabras y promesas, y mentiras, porque no ha sentido él nada, no me he estremecido yo como soñaba y eso lo sabíamos ya frente a frente en el bar, con las cervezas recién servidas y la conversación agotada.

Hace mucho tiempo que no soy yo la mujer que él quería, no era aquel hombre él. Con resignación, inclinamos la cerviz, como los bueyes. Sentimos ya una soledad anticipada, una terrible soledad entrevista en la mesa demasiado pequeña, en las manos tensas que no llegan a juntarse ni por error un solo momento. Una advertencia del momento posterior, un quién sabe qué puede traer el futuro.

Pero aun así, cumpliremos con lo que se espera de nosotros como si fuera un ritual: quizás lo sea, quizá haya sustituido antiguas creencias y sacrificios humanos, y él ya se incorpora, nervioso, y yo estoy a punto de proponer que nos vayamos, y esto ha ocurrido ya tantas veces que es como si lo hubiéramos vivido ya, como si nos levantáramos ya de mi cama, como si habláramos de quedar, de una cerveza, de otro fracaso, del círculo eterno de esperanza y desconcierto, de esta agonía constante que nos supone el seguir soñando...

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