Quizás uno de los retos a los que se enfrenta la enseñanza de la historia está relacionado con la imposibilidad de mostrar la regularidad circular, las relaciones psicológicas y cíclicas que se producen entre los acontecimientos del mismo país y de aquellos con los que les unen redes de coincidencia y de destino. Ni siquiera una suerte de historia comparada puede, por el momento, superar las conexiones inconscientes que se producen entre quienes viven y recuerdan.

Así, mientras los muertos del accidente de Barajas encuentran poco a poco la paz y sus familiares se entregan a la perplejidad y el dolor, el juez Grande-Marlaska ha ordenado que se recabe mas información sobre el accidente del Yak 42. Posiblemente, nada tenga una cosa que ver con la otra, y han sido las fechas y el trabajo de los juzgados lo que hace que esos otros fallecidos reclamen su atención y clamen desde Afganistán. Han sido cinco años de silencio entrecortados por los sollozos y las quejas de los familiares que, tras la perplejidad y el dolor, se entregaron a las pruebas dispersas y el convencimiento de que encontrarían allí mucho más que lo ofrecido.

Y quizás pueda pesar tanto, como las coincidencias, las diferencias que ambos casos ofrecen, y que a primera vista no se revelan: civiles o militares, avión privado, avión público, dos pilotos, dos tripulaciones diversas, una caída en picado sobre Turquía o a unos metros de la pista. No se había vivido aún otro terrible matadero, el que convirtió Atocha en tumba. El otro día, mientras la cifra de muertos ascendía, la imagen que acudía a la mente era la de los vagones achicharrados, no la del Yak, tan lejano.

Esas son las sutilezas con las que debe verse enfrentado el experto. Para el ciudadano que piensa, asocia y recuerda, el que en definitiva creaba antes las leyendas y ahora los rumores, la distancia es mínima, los corazones pesan de
la misma forma y se enredan todas esas redes que el experto tiende bajo la arena y el sol, lisas, separadas y relucientes.