Dentro del laberinto

Botiquín

Me encantan los premios Ig Nobel, no por los espléndidos ejemplos de esfuerzos inútiles aprobados en investigación, sino por el peculiar sentido del humor de la comunidad científica. La competencia entre investigadores es altísima, y sin duda quien sabe llamar la atención entre ellos ha cumplido con la misión básica de la visibilidad, pero aun así, me imagino la expresión de los amigos del pobre becario que mide el ángulo de saltos de la pulga del perro, y compararlo con la del gato, cuando le pregunten en qué está trabajando ahora.
Espero al menos que, ya que el Antinobel de la Paz ha recaído sobre el comité ético federal suizo para la biotecnología no humana, por asumir legalmente que las plantas tienen dignidad, que la experimentación sobre las pulgas felinas y caninas no dañe en ninguna forma a perros ni gatos. A las pulgas ya me importa menos.

Pero mi preferido este año es, sin duda, el Ig de Medicina para la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, que ha demostrado que un placebo caro se demuestra más eficaz que un placebo barato. Esa premisa, que ya habían defendido con anterioridad los psicoanalistas, y los sufridos gestores culturales, que saben que las conferencias gratis, y la cultura gratis, en general, solo contribuye al demérito general de la propia cultura, posee tanta importancia, que yo la extendería inmediatamente a cualquier sector económico. Por supuesto que comprarse un bolso no cura más que momentáneamente la tristeza: pero si el bolso es un Prada auténtico, y no una imitación chinorri barata, el efecto cosmético dura mucho más. Está estudiado que, al menos, cada vez que se mira el bolso.
Lejos de mi intención indicar a la comunidad Ig hacia donde dirigir sus pasos: pero en aras de la incorporación de lo femenino en las altas esferas científicas, les sugeriría que se centraran en enigmas relacionados con las dietas: ¿engorda la comida que ingieres si nadie te ve? ¿Cuál es el efecto de la sacarina tras un ágape de tres platos? Inagotable materia.

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