Es el país del mundo donde más delitos son castigados con la pena de muerte y más ejecuciones tienen lugar, hasta acaparar el 65% de las que se llevan a cabo en todo el planeta, según Amnistía Internacional. Un número indeterminado de sus ciudadanos –enfermos mentales, mendigos o prostitutas– están recluidos sin juicio previo en campos de trabajo donde son "reeducados". Los sindicatos están prohibidos y muchos millones de personas trabajan en condiciones cercanas a las de la esclavitud sin que nadie mueva un dedo a su favor, mientras que el trabajo infantil sigue siendo una realidad.
Esa es la realidad de China, la gran potencia con la que los gobiernos europeos –empezando por el nuestro– están estableciendo alegremente contratos comerciales y financieros, y a cuyos gobernantes los nuestros reciben o visitan con aplausos y reverencias. Los debidos, según parece, a quienes con toda probabilidad serán los próximos amos-del-mundo. El cinismo de la vieja Europa no deja de sorprenderme. Qué duda cabe de que el dinero es fundamental. Pero a mí al menos, a cualquier precio no me vale.
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