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Después de las elecciones, el diluvio

Elizabeth Duval

Después de las elecciones, el diluvio
El presidente ucraniano Volodymyr Zelensky y el presidente francés Emmanuel Macron.- EUROPA PRESS

Quizás el peor de los resultados de las tres elecciones que tuvieron lugar este domingo (las andaluzas, la segunda vuelta de las presidenciales colombianas y la segunda vuelta de las legislativas francesas) no sea el que nos toca más cerca, sino el de allende los Pirineos. La cosa parece muy ilusionante, pero la ilusión tiene varios espejismos. La Nueva Unión Popular ecológica y social de Jean-Luc Mélenchon logró romper el parte con la decadencia de la izquierda europea, cierto, y los insumisos llevan a partir la hora las riendas de esa izquierda; Macron sufrió un revés importante perdiendo la mayoría absoluta, algo inédito en la Quinta República, cierto; no lo es menos que el partido mayoritario de la oposición ahora es el Reagrupamiento Nacional, que supera por primera vez incluso a la derecha tradicional.

Francia aprende de golpe y sin tenerlo como sistema lo que es un sistema electoral proporcional. Su Asamblea Nacional ahora cuenta con noventa diputados de extrema derecha. Entre ellos, por citar algún nombre, Frédéric Boccaletti, librero especializado en textos antisemitas y negacionistas. Ahora poseen grupo propio, la financiación electoral les permitirá saldar sus deudas, podrán contratar asesores y tendrán derecho a una presencia mediática inaudita. La Asamblea Nacional contará con casi un centenar de ultraderechistas que exigen la presidencia de la poderosísima Comisión de Finanzas.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Todo atisbo de frente republicano contra la extrema derecha ha saltado por los aires, particularmente desde que la mayoría presidencial se ha negado en multitud de ocasiones a pedir el voto por la izquierda, igualando en peligro potencial a la NUPES y a la extrema derecha, poniendo más en duda el compromiso de los primeros con la República que el de los segundos e incluso deslizando que habrá cuestiones en las que puedan ponerse de acuerdo con la Reagrupación Nacional.

Decía Santiago Alba Rico en un artículo reciente en este periódico que quienes no votan en los barrios pobres no necesariamente votarían a la izquierda si votaran: "Están viviendo, si se quiere, en otro mundo [...] Han dimitido de toda participación política". El gran fracaso de la izquierda francesa, el que prefigura nuestros fracasos propios, ha sido su incapacidad para movilizar a un electorado joven que ha desertado de la política y se planta en un 70% de la abstención. Hay toda una Francia a la cual nada de la política la apela. Y plantearse que el problema reside en esos ciudadanos abstencionistas y no en el funcionamiento mismo de la política sería tratarlos con la misma prepotencia que ha caracterizado todo el mandato de Macron.

Ya no hay cordón sanitario. Hay un 31% de votos de izquierda, una brecha en la cual la esperanza es posible, que pasan como funambulistas por una Francia profundamente rota y una cámara baja de equilibrios imposibles para un país de cultura política casi caudillista. Todos los rumores apuntan a que Macron desearía disolver la Asamblea Nacional y convocar en un año nuevas elecciones para no tener que pactar cada ley caso por caso, para evitar mociones de censura constantes (ya hay una anunciada por parte de la Francia Insumisa).

El Gobierno que nombró hace semanas es insostenible, sus proyectos encontrarán enormes dificultades para salir adelante, sus próximos cinco años han quedado heridos de muerte: Los Republicanos ya dicen que no habrá coalición con Macron, que permanecerán en la oposición, y eso implica que no habrá nunca una mayoría clara ni estable. Después de las elecciones, para Macron, el diluvio.

Hay tristezas o alegrías posibles en el campo de la izquierda, muchas de las cuales ya me dedicaba a desgranar en un artículo anterior. Lo que podremos aprender en el próximo año de Francia va a tener más que ver con lo más feo y abominable de la política que con estrategias reales para ganar elecciones. Tras el acuerdo entre la Francia Insumisa, los Verdes, el Partido Socialista y el Partido Comunista para concurrir juntos a las elecciones, el secretario general del Partido Comunista ha aparecido en televisión echando pestes de la coalición por no hablarle "a la población rural".

Mélenchon ha propuesto la creación de un grupo parlamentario unificado, excusándose en las circunstancias excepcionales de los 90 diputados ultraderechistas, en contra de lo firmado en los acuerdos de la coalición. Nuevos diputados socialistas declaran que no participarán de la cooperación con la NUPES. Y la división es profunda en la coalición, que no se sabe si sobrevivirá ni siquiera al verano, por temas que mezclan repartos técnicos y políticos y que sonarán demasiado familiares a cualquiera que haya seguido el desastre andaluz de estos últimos meses.

La vida interna de las organizaciones políticas podría matar la ilusión de cualquiera. La vida interna de las organizaciones, entre otras cosas, lleva años matando la ilusión de cualquiera, y más allá del proyecto improvisado de la NUPES y sus dificultades, o de los proyectos que en España se logre organizar en los próximos años, no quedan ni proyectos, ni ilusión, ni aspiraciones, ni deseos claros. Decía en mi último artículo que en un mes "no se conquista el poder, no se desmonta un clima cultural, no se gana un país". Pero para lo que sí tendrían que bastarnos los tiempos que vienen es para aprender a torturarnos menos entre nosotros: para establecer otros mecanismos de cogobernanza en las coaliciones cuando estas sean necesarias; para mirarnos con menos odio, menos cuchillos y menos suspicacias; para airear menos todas las partes de la política que podrían provocar la defección instantánea incluso de aquellas que nos dedicamos parcialmente a analizarla, incluso de aquellas a quienes nos gusta.

No puede ser que, tras unos resultados electorales desastrosos, lo que se transmita sea o grandilocuencia o inconsciencia, o se persista en las mismas tesis paranoides de la autocrítica performativa que explicarían toda derrota, hic et nunc, de los proyectos transformadores. Necesitamos una forma de pensar las debacles que conduzca a alguna parte. Si no, no hará falta ni siquiera que autoridad alguna disuelva al pueblo y convoque a otro, porque ya nos habremos disuelto nosotras mismas. Y la desafección, de desilusión en desilusión hasta la desilusión final, será un enemigo para la transformación mucho más invencible que cualquier grupo mediático, jurídico o político: el enemigo que nos encontramos en el espejo, enseñándonos lo que no queremos ser y en lo que caemos sin remedio.

 

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