Dominio público

¿Democracia o libertad?

Santiago Alba Rico

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, durante una reunión con el alcalde de Torrejón de Ardoz.- Gustavo Valiente / Europa Press
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, durante una reunión con el alcalde de Torrejón de Ardoz.- Gustavo Valiente / Europa Press18 MARZO 2024;MADRID;AYUSO;ALCALDE DE TORREJÓN
Gustavo Valiente / Europa Press
18/3/2024

En un libro de 2006, el helenista marxista Luciano Canfora anticipaba la tesis de que la crisis de la democracia era indisociable del secuestro del concepto de libertad por parte del capitalismo. Según él, en la oposición democracia/ libertad, la libertad iba ganando la partida, hasta el punto de que -concluía- la democracia tendría que esperar otra oportunidad histórica, quizás lejos de Europa. Si miramos lo que ocurre en distintos puntos del planeta, incluido el Madrid de Ayuso, parece imposible no dar la razón a Canfora: la democracia cede terreno en todas partes, como práctica y como eslogan, frente al prestigio populista de una "libertad" paradójicamente liberticida. 

Ahora bien, ¿es natural e inevitable esta oposición? ¿Qué entendemos por "libertad"? No hay concepto más excitante, ni tampoco más plástico y fraudulento. La libertad, como el Ser en Aristóteles, se dice de muchas maneras y se invoca en todas direcciones. Aquí me centraré en los cuatro tipos históricos más conocidos. En primer lugar, podemos definir la libertad de manera negativa como lo contrario de la esclavitud. Uno es libre, digamos, si es formalmente propietario de su cuerpo (aunque solo lo sea, como decía Marx, para llevarlo a que te lo curtan al mercado). En las sociedades esclavistas, antiguas y modernas, esclavizable era únicamente el "individuo", es decir, aquel que estaba hasta tal punto solo que nadie podía ni defenderlo ni financiar su rescate. El que había sido separado de su familia o de su tribu, el que no pertenecía a ninguna comunidad, estaba siempre expuesto a ser desposeído de la titularidad de su propio cuerpo. En este sentido era "libre", por tanto, el que formaba parte de un colectivo que podía protegerlo o eventualmente rescatarlo. Así sucedía en la antigua Grecia, pero también en las sociedades africanas tradicionales o durante las guerras turco-europeas del siglo XVI, como bien demuestra el larguísimo cautiverio en Argel de nuestro Cervantes. 

Hay luego una segunda definición histórica de libertad que presupone esa primera negativa -la oposición libertad/esclavitud- pero que identifica al ser humano libre menos con unas condiciones que con un espacio. En esta segunda acepción, en efecto, la libertad está asociada a la ciudadanía, tal y como la concibió la Atenas del período clásico, de Clístenes a Pericles. En Grecia, sí, "ciudadano" no designaba solamente al hombre protegido de los riesgos de la esclavitud por las redes del parentesco ni tampoco al que explotaba en sus tierras "individuos" separados de sus parientes; era el que se movía en el interior de un espacio seguro en el que la libertad era sinónimo de una igualdad agonal puesta a prueba a través de la "acción" y de la "palabra".

Hasta qué punto este espacio tenía una autonomía de hecho y no se podía de ninguna manera reducir a las condiciones que lo hacían posible, lo demuestra la insistencia de la antigüedad griega en mantener fuera de él no sólo las angosturas de la reproducción económica, sino el propio orden de la reproducción biológica y del parentesco, tal y como evoca la etimología latina del término "familia", noción que vendría a integrar el conjunto de los famuli o siervos domésticos, pero que, en sentido lato, delimitaría más bien el hatillo de "servidumbres" imprescindibles para la supervivencia. El gineceo y el ergasterión (el taller del trabajo manual), como la propia autoridad paterna, pertenecían en Atenas a lo idiotés, a lo privado, y ninguna decisión tomada en este ámbito, ningún capricho ni ninguna orden, eran reputadas "libres". Por eso el Tirano, que extendía el régimen familiar al gobierno de toda la sociedad, atentaba no solo contra la libertad de los ciudadanos sino también contra la suya propia, al aceptar regir sus actos bien por la satisfacción de sus deseos, bien por la necesidad de ajustar los "instrumentos" a los fines de su autocracia. Según esta concepción espacial de la libertad, en definitiva, sólo se era "libre" en la medida en que, más allá de la familia, se pertenecía a una polis. 


Hay un tercer concepto de la libertad, nacido originalmente en el contexto de la polis, pero que encuentra a partir de Sócrates una línea no ya espacial sino formal, independiente de los imperativos sociales y por ello, si se quiere, universal; es esa línea la que consagrará muchos siglos más tarde Kant bajo la forma de un imperativo moral. Según esta concepción de la libertad, únicamente es "libre" el ser humano que, llegado el caso, obra no sólo contra la familia -incluidos en ella, como en la tradición griega, el deseo y la funcionalidad- sino también contra la polis misma. La libertad de hablar contra la "conveniencia" de las costumbres e intereses "nacionales", la libertad de conciencia, la libertad de rebelarse contra la opresión política forman parte de este legado socrático que, presuponiendo la existencia de la polis, impide en todo momento su cierre etnocéntrico y chovinista; y garantiza -según recuerda siempre Fernández Liria- el único progreso histórico que conocemos los humanos: el de los derechos colectivos e individuales. Sócrates anticipa, por así decirlo, un mundo aún en ciernes (y ahora en retroceso) en el que la ciudadanía se extendería al conjunto de la humanidad, con independencia de su género, su nacionalidad, su opción sexual, etc. 

Podemos añadir a los tres citados un cuarto concepto de libertad, el que permitía, por ejemplo, a ciertos trabajadores urbanos de la Edad Media, reunidos en la institución gremial (esa especie de polis paralela dedicada a la reproducción material), ser dueños de un oficio y de los instrumentos necesarios para su ejercicio. De la misma manera que un ateniense libre podía ignorar en el ágora las servidumbres de la reproducción, el trabajador libre de una ciudad europea del siglo XIII podía olvidar las servidumbres políticas en el trabajo manual (más o menos) autogestionado. 

Solo en las utopías republicanas de la modernidad, abocadas a una sucesión de revoluciones fallidas, han estado conectados estos cuatro tipos de libertad (humanos propietarios de su propio cuerpo, dueños de los propios instrumentos de trabajo y protegidos por una comunidad que se daría a sí misma sus propias leyes y el derecho de cambiarlas). En todo caso, concebida como relación (pertenencia a una familia), como espacio (pertenencia a la polis), como obligación (el respeto de la propia ley) o como posesión (los instrumentos del "oficio"), la libertad siempre ha sido interpretada como una atadura o, si se prefiere, como un vínculo. Ha sido necesaria una "revolución" antropológica radical para que, de pronto, haya pasado a ser sinónimo de soledad.


La libertad neoliberal predicada por Milei o por Ayuso consiste, en efecto, en "liberar" a los humanos precisamente de todas las garantías de la libertad clásica: la familia, la polis, la ley y el "oficio", y ello en diferentes grados según las clases sociales, las regiones y su funcionalidad global. Es esa la vía por la que -formalmente titulares de nuestro propio cuerpo- el neoliberalismo altamente tecnologizado nos ha despojado no solo de los instrumentos de trabajo, sino incluso de los instrumentos de placer y ha generado un "individuo" desnudo y seriado, muy parecido a ese que volvía "esclavizables" a los cuerpos antiguos.

Sin parientes, sin comunidad, sin polis, sin ley, incluso sin cuerpo (en un proceso que el Manifiesto comunista apenas pudo adivinar), ¿qué es lo que nos queda ahora? Nos queda justamente eso: deseos, apetitos, fantasías de hambre -ese fames latino que uno de forma abusiva se sentiría tentado a relacionar etimológicamente con famulus. Nos queda, en fin, todo eso que el mundo pre-capitalista asociaba a lo idiotés, a lo privado, a las "servidumbres" de la reproducción de la vida. Es así como al final de este trayecto la libertad del humano neoliberal sólo encuentra dos campos abiertos -y sólo desigual y localmente abiertos- a su ejercicio: la Fantasía y Amazon (valga el pleonasmo). Ahora bien, de esa manera la libertad se libera definitivamente, como anunciaba Canfora hace casi veinte años, de todo compromiso democrático. 

La libertad, hemos dicho, es plástica, inescrupulosa y a menudo fraudulenta. Es excitante. Es declinable de muchas maneras contradictorias: libre expresión, libre autodeterminación, libre mercado, libre iniciativa, pueblos libres, tiempo libre, barra libre, libertad horaria, libertad sexual, libertad de manifestación, libertad religiosa, libertad fiscal. Su nombre es tan poderoso que puede hacer deseable nuestra propia esclavitud o la de nuestros vecinos: esclavos libres, libertad para esclavizar. Por eso mismo no deberíamos renunciar a ella; ni permitir que la ultraderecha la absorba en alguno de sus antónimos.


Decía el gran jurista Ferrajoli que el marxismo siempre tuvo problemas con la libertad precisamente porque aceptó asociarla, como quería el liberalismo, con la "propiedad", de manera que acabó sospechando de cualquier reivindicación "libertaria" (y por lo tanto democrática) como pura expresión de los intereses de las clases capitalistas. La mayor victoria del neoliberalismo es la de haberse quedado con la palabra libertad para hacer excitante la vuelta a la dictadura. No la demos por perdida. No tenemos ningún estímulo mejor para defender la democracia ni para democratizar la vida común. Todas las declinaciones de la libertad deben ser nuestras (es decir, de todos), salvo la libertad de hacer la guerra a los humanos, a la tierra y a las palabras. 

Más Noticias