Ecologismo de emergencia

El mondongo nacional: una verdad que el lobby taurino no quiere que sepas

Juan Ignacio Codina

Periodista, doctor en Historia Contemporánea y activista por los derechos de los animales

El mondongo nacional: una verdad que el lobby taurino no quiere que sepas
Esta obra del pintor asturiano Darío de Regoyos, titulada Víctimas de la fiesta y datada en 1894, denuncia la cotidiana masacre de caballos en las corridas de toros.

Para contextualizar: mondongo, dícese de las tripas de un animal. Con semejante comienzo no se puede esperar nada bueno de este artículo. Si quieren permanecer en la ignorancia pensando que así serán más felices, por favor no lo lean. Si por el contrario pretenden conocer verdades que desde la industria tauromáquica nos ocultan, entonces sigan leyendo. Continúen a pesar de que la verdad de la tauromaquia siempre es dolorosa e incómoda.

En vísperas de que un año más se celebre el Toro de la Vega en Tordesillas estamos a la espera de que los quintos del pueblo no amenacen, como el año pasado, con alancear públicamente hasta la muerte al toro (de momento el alanceamiento mortal está prohibido). Esperemos que los quintos se "conformen" persiguiéndolo, acosándolo y dañándolo por mera diversión (el toro muere al final, solo que en privado), y dado que en este "torneo" los caballos tienen, muy a su pesar, gran protagonismo, aprovecharemos para repasar cuál es el trato (maltrato) con que históricamente la tauromaquia ha tratado (maltratado) a los caballos.

Y sí, el mondongo tiene mucho que ver con todo esto. Comenzaremos contando que, durante siglos (muchos siglos), los caballos que los picadores usaban en las corridas de toros eran sacados a la arena sin ningún tipo de protección. ¿Van entendiendo ya lo del mondongo? Lo más curioso (por decirlo suavemente) es que los picadores sí se protegían, pero a los caballos los dejaban indefensos. Y pensábamos que estos tíos eran más bien cortitos de miras. El caso es que, a la primera embestida del pobre toro que, desesperado, herido y asustado, arremete contra todo lo que se mueve, el caballo, literalmente, quedaba destripado. Y ahí aparecía el mondongo. Se calcula que, durante siglos (muchos siglos), por cada toro lidiado morían dos caballos, incluso tres. ¿Se lo imaginan? Es más, durante años las corridas de toros se llamaron "días de toros", y es que la matanza duraba todo un día, eso sí, con un descanso para comer, que los españoles seremos muy brutos pero la hora de la comida es sagrada. En estas largas jornadas festivas se llegaban a matar a dieciocho toros al día. Ahora calculen el número de caballos que morían.

Y esto fue así hasta 1928 (¡hace menos de cien años!) cuando, como resultado de una campaña popular liderada por una mujer, se logró que el Gobierno decretara la obligatoriedad de sacar a los caballos al ruedo con petos protectores. Pero a eso iremos luego.

De momento, si es que han llegado hasta aquí, síganme en la historia de la vergüenza taurina que les voy a contar. Ya sabemos que los caballos eran "echados" al ruedo sin protección. El toro, acorralado y en pánico, embiste al caballo, le clava los cuernos y le levanta por el aire. El equino queda destripado en la arena, con el mondongo esparcido por el suelo. La imagen es muy dura para cualquier persona medio decente menos, al parecer, para los aficionados taurinos. De hecho, el tercio de picas, o el tercio del mondongo, era uno de los momentos más esperados y celebrados de la corrida. ¿Acaso creen que el público se horrorizaba o que miraba hacia otro lado ante estas crueles escenas? No, más bien todo lo contrario. Se reían a carcajada limpia con el picador intentando levantarse mientras resbalaba con el mondongo y la sangre, o con el monosabio dándole palos al maltrecho caballo para que se pusiera en pie y aguantara otra embestida. También se mofaban del caballo y, cuando era sacado a rastras moribundo del ruedo, la afición, con una sola voz, coreaba a gritos: "¡Caballos, más caballos!", y entonces se sacaba a otro caballo, y más mondongo y más risas y más vino y más... ¿fiesta?

Este comportamiento tan taurino, y tan indecente, ha sido repetidamente denunciado a lo largo de nuestra historia. Tal vez el valenciano Vicente Blasco Ibáñez fuera quien más lo criticó, sobre todo en su obra antitaurina Sangre y arena en la cual, tras relatar la terrible muerte de tres caballos en la plaza, escribe: «El público estaba de pie, gesticulando y vociferando. Sentíase entusiasmado por la fiereza de la bestia y protestaba de que en el redondel no quedase ni un picador, gritando a coro: "¡Caballos! ¡Caballos!". Todos estaban convencidos de que iban a salir inmediatamente, pero les indignaba que transcurriesen unos minutos sin nuevas carnicerías». Es decir, acababan de presenciar la terrible muerte de tres caballos y como si nada: pedían más y más y más. Se conoce que el gusto por la barbarie es un pozo sin fondo.

Una de las cosas más indignantes de todo esto (en realidad todo es indignante) es que esos caballos, que eran expuestos a una muerte tan segura como horripilante, solían ser animales ya ancianos, debilitados y reventados después de ser explotados durante toda su vida arando las tierras o tirando de carros. Los taurinos se dedicaban a ir por los pueblos comprando esos caballos, los que ya no eran útiles. El retiro de estos animales, el agradecimiento después de tantos años de servicio al hombre, era este: ser comprados para sufrir una infernal muerte en el ruedo mientras la afición se partía el pecho de la risa.

Claro, desde la lógica taurina esto tiene mucho sentido. Los caballos, ancianos e inservibles, los compraban a precio de saldo porque, al fin y al cabo, ¿para qué gastar más si iban a morir nada más salir al ruedo? Son taurinos, no tontos.

En la mayoría de los casos los caballos ni siquiera podían aguantar el peso de los picadores, carnosos de barbarie, y a veces se les doblaban incluso las patas solo al ponerles encima la silla de montar. Pero daba igual, eran arrastrados al ruedo a base de golpes y palos. En muchas ocasiones, tras la primera embestida, y si el equino sobrevivía, los monosabios se llevaban al animal al patio de caballos y allí le metían las tripas hacia dentro, presionando y rellenando los huecos con estopa. Eran cosidos a palo seco, allí mismo, con gruesas agujas. «Remendaban los caballos como si fuesen zapatos viejos», denuncia Blasco Ibáñez. Todo valía con tal de que el caballo pudiera levantarse, a base de golpes, y aguantara una embestida más porque, ya puestos, había que sacarle el máximo provecho hasta su suspiro final. Todo sea por el espectáculo.

El episodio más duro y crítico de estas vergonzosas historias del mondongo lo relata el académico gallego Wenceslao Fernández Flórez. Lo vivió en primera persona cuando trabajaba para el ABC y escribía sobre toros. El autor de El bosque animado cuenta que en una plaza había un caballo muy nervioso y asustado. Tanto era así que el picador no podía subirse a su grupa, y los monosabios tiraban de un lado y de otro, pero el animal, oliendo su muerte, no paraba ni de brincar ni de relinchar. ¿Qué hicieron los taurinos? Le saltaron los ojos de cuajo. Se los arrancaron y entonces el pobre animal cedió. Fernández Flórez, que fue un gran defensor de los animales, lo cuenta horrorizado: «Le arrancaron los ojos fríamente, tranquilamente. Anonadada por el dolor, la bestia salió con manso paso a la arena. ¿Es posible que no haya en la ley un castigo para estas espeluznantes revelaciones de maldad?». Pues sí, en la España taurina todo es posible.

El gallego no fue ni mucho menos el único en denunciar esta barbarie. Como digo, la sanguinaria muerte de los caballos fue condenada por multitud de personajes. El ilustrado asturiano Jovellanos, por ejemplo, escribe una sátira antitaurina en 1797 en la que, entre otras cosas, dice: «¿Y qué importa tampoco que furioso,/ por el suelo arrastrando las entrañas,/ corra de una a otra parte el ancho circo/ y entre dolores dé el postrer aliento,/ el brioso alazán, hijo del Betis,/ del hombre compañero y de la patria/ glorioso defensor de muchas lides?». Pues eso, así le agradece el hombre al caballo sus grandes servicios.

Otro ejemplo. La escritora Cecilia Böhl de Faber, que firmaba con el nombre masculino de Fernán Caballero porque de otro modo, y al ser mujer, no le dejaban escribir, publicó un artículo en 1852 en el que condena la barbarie taurina, entre otras cosas, por la muerte de toros y caballos. Al respecto de estos últimos describe la terrible muerte de un caballo que, huyendo del toro, desangrándose con las tripas fuera y loco de dolor, se golpeó contra la barrera cayendo muerto. Lo triste, además del sufrimiento y la inhumana muerte del animal, es que, relata Caballero, un niño de unos diez o doce años que había contemplado la espantosa escena desde el tendido se reía entre el público diciendo «ha! ha! ese ha hecho ya el viaje».

«Si después de oír esta atroz muestra de cruel y dura insensibilidad», prosigue la autora, se sigue poniendo en duda «si tales espectáculos de sangre, son o no, a propósito para endurecer el corazón y hacerlo insensible, confesamos que no atinamos a imaginar cuáles otros podrán serlo; y no queda más que erigir en axioma que no pueden los espectáculos públicos contribuir a endurecer el corazón, lo que sería un absurdo». Así opera la tauromaquia: deshumaniza, insensibiliza, pudre las almas, endurece los corazones.

También muchos pintores, de Goya a Darío de Regoyos, de Ignacio Zuloaga a Gutiérrez Solana, mostraron con gran realismo crítico la terrible muerte de caballos durante las corridas. Las escenas son cruentas a más no poder. Los grabados de la serie antitaurina de Goya Tauromaquia son una muy buen muestra de ello.

Otro testimonio, también muy realista y por tanto muy duro, nos lo aporta el escritor zamorano Miguel Ramos Carrión (1845-1915). En su artículo El tendido de los sastres relata algo de lo que él mismo fue testigo a las afueras de la plaza de toros, justo frente a la puerta por la que, arrastrándolos, sacaban a los caballos muertos o malheridos. En torno a esta portilla, explica, se solía dar cita una gran concurrencia de personas que, no habiendo podido asistir a la corrida, no querían perderse parte del sangriento espectáculo.

Carrión escribe  que «mujeres, viejos, mozos, chiquillos, todos en revuelta confusión parecían esperar algo que les interesara, y [...] que aguardaban con tanta ansiedad».  El escritor relata que, para el público que aguardaba a las afueras de la plaza, el ver salir a rastras a los animales agonizantes o muertos suponía toda una «función». Cuando alguien anunciaba a gritos al resto de concurrentes que el toro había matado caballos, y observaban cómo las mulillas entraban a recoger a los desdichados animales, se generaba ya inmediatamente un clima de gran expectación. Entonces no tardaban, escribe Carrión, en ver  «pasar un pobre caballo arrastrado, lleno de heridas y con las tripas fuera».

Lo más indecente llega cuando, escribe el zamorano, «Por otra puerta cercana al arrastradero, acababan de sacar un caballo, que de milagro se sostenía en pie, y hacia el cual se precipitaba la concurrencia. Dejó a la ya moribunda víctima el que la conducía, relucieron en el aire algunas navajas de los aficionados que encontraban allí su mayor recreo, y lanzándose al animal le hicieron anchas heridas, por las que brotaron caños de sangre. La agonía del pobre caballo fue horrible..., no quiero recordarla». Eso es lo que enseña la tauromaquia. Esta es la herencia que nos deja la tradición taurina.

La barbarie llegaba hasta el punto de que la diversión de la corrida se medía según el número de caballos muertos en ella. Así, cuando se le preguntaba a alguien que qué tal había estado la corrida, decían: "Estupenda, murieron doce caballos" o, al contrario, "Muy aburrida, apenas murieron caballos". Y la prensa también puntuaba la "bravura" de los toros según los caballos que habían matado.

Pío Baroja fue otro de los que denunció esta carnicería. Lo hizo sobre todo en La Busca. Su protagonista, Manuel, acude invitado a una corrida y se queda horrorizado por la crueldad que se ejerce contra el toro. Pero, cuando sacan a la arena al caballo y al picador, su repugnancia aumenta. Así lo relata el propio Baroja: «Después de los capotazos de los toreros, dos monosabios empezaron a golpear con unas varas al caballo de un picador, hasta hacerle avanzar al medio. Manuel vio al caballo de cerca: era blanco, grande, huesudo, con un aspecto tristísimo. Los monosabios acercaron al caballo al toro. Este, de pronto, se acercó; el picador le aplicó la punta de su lanza, el toro embistió y levantó el caballo en el aire. Cayó el jinete al suelo, y lo cogieron enseguida; el caballo trató de levantarse, con todos los intestinos sangrientos fuera, pisó sus entrañas con los cascos y, agitando las piernas, cayó convulsivamente al suelo. Manuel se levantó pálido».

La situación prosigue con Baroja relatando que «Un monosabio se acercó al caballo, que seguía estremeciéndose; el animal levantó la cabeza como para pedir auxilio; entonces, el hombre le dio un cachetazo y lo dejó muerto». Así es la fiesta, y a los caballos que no les guste, pues que no vayan, que nadie les obliga a ir.

Pero el relato del autor de El árbol de la ciencia no acaba aquí. Manuel ya no soporta más ni la sangre ni la violencia taurinas: «Yo me voy. Esto es una porquería», dice. Intenta abandonar su asiento pero no puede hacerlo, con todo el público apretado en el tendido.

Mientras tanto sus acompañantes, insensibilizados y deshumanizados, se ríen de él porque no soporta el sangriento espectáculo y quiere irse en mitad de la corrida. Para resaltar la miserable catadura de los aficionados taurinos, que se mofan de Manuel por su humanidad, Baroja escribe: «[...] volvieron a salir las mulillas, y al arrastrar el caballo quedaron todos los intestinos en el suelo, y un monosabio los llevó con un rastrillo». Desde el público alguien, con mucho cachondeo, comenta: «Mira, mira el mondongo». Baroja incide en que la frase es dicha entre risas. Pues maldita la gracia.

Todo esto es horrible, ya lo sé. Y eso que no saben ustedes ni la mitad. Entonces, ¿por qué lo cuento? Porque considero que tiene que saberse. Porque hay que denunciarlo. Porque se debe saber de dónde viene la tauromaquia, conocer cuáles son los crueles y sanguinarios cimientos sobre los que se fundamentan su tradición, su cultura y su arte.

Y todo esto estuvo sucediendo ¡hasta 1928! Pero hasta llegar a aquel momento pasaron algunas cosas en nuestro país, algunas de ellas muy importantes. Por ejemplo, en 1872 se había creado en España la primera Sociedad Protectora de Animales de nuestra historia. Fue en Cádiz. Su primer objetivo se centró en combatir la tauromaquia. En apenas un par de años se crearon sociedades de este tipo en Sevilla, Madrid, Barcelona, Soria... Poco a poco la sociedad española se empezó a organizar horizontalmente, presionando a los gobernantes para tratar de acabar con la barbarie taurina. Como se pueden imaginar a raíz de este dato, la defensa de los animales no es cosa nueva ni una moda actual, sino que forma parte de nuestra cultura y de nuestra historia.

El caso es que, con la sociedad organizada, uno de los grandes avances se logró, como digo, en 1928, con la aprobación de la ley que obligaba a los taurinos a sacar a los caballos al ruedo con un peto protector. La campaña social y política había comenzado en 1926 y estuvo liderada por la intelectual, escritora y activista socialista Regina de Lamo, representante de la Generación del 98, precursora del feminismo en España y fundadora de la Asociación española de amigos de los animales y las plantas. Desde su profundo sentido de la justicia, y también desde su sensibilidad, De Lamo, entre otras personas, propició el cambio legal que, después de siglos de tauromaquia, y de mondongo, obligaba a que los caballos fueran sacados al ruedo con petos protectores.

En todo caso, la definitiva aplicación de la ley resultó muy compleja. Se tardó varios años en que fuera efectiva. En primer lugar porque los aficionados taurinos se oponían a ella. Defendían que, sin el mondongo, sin la sangre, sin los caballos muertos, su fiesta perdía una parte importante de su encanto. ¿Pero estamos locos o qué? Con lo divertido y gracioso que resulta el mondongo, y los caballos ahí retorciéndose de dolor, y ver al monosabio cosiendo al equino tras meterle las tripas a manos llenas, todo repleto de sangre... Vamos, por favor, si nos quitan esto se pierde la esencia de la corrida, se desvirtúa la fiesta. Así que se opusieron y lanzaron campañas en contra de la ley.

Pero la sociedad española había cambiado y, tras muchas dificultades, finalmente la ley del peto se aprobó y comenzó a aplicarse. La cosa estaba tan mal que la propia ley explicitaba que los petos, al llegar a la plaza, debían quedar custodiados ¡bajo llave!, no fuera a ser que los taurinos dieran el cambiazo y el caballo de turno acabara saliendo al ruedo con un peto falso y entonces sí que habría verdadera fiesta... y mondongo.

Lo más indignante es que, a medida que desde el lobby tauromáquico se apreciaba que ya no había marcha atrás, y que definitivamente se quedaban sin la diversión del mondongo, empezaron a decir, en una indecente perversión del relato, que la tauromaquia se había "humanizado". En realidad de humanizarse nada y, además, fue la sociedad civil la que les obligó a este cambio, al que los taurinos se opusieron con uñas y dientes.

Por otra parte, decir que la tauromaquia se ha "humanizado" es como decir que la guerra se ha "humanizado", argumentando que antes nos matábamos a pedradas y ahora lo hacemos, tan ricamente, con drones o con bombas "inteligentes".

Sea como fuere, aquel logro, el de 1928, supuso un avance y una victoria, pero todavía queda mucho por hacer, como resulta evidente. Hoy en día los toros, becerros, vacas, novillos, y también los caballos, siguen sufriendo y muriendo por mera diversión festiva y etílica. Y todo ello con el patrocinio de los gobiernos municipales, provinciales y autonómicos, y con muchos millones de subvenciones públicas. La España europea del siglo XXI no se puede permitir esto.

Pero, con todo, y para finalizar, hay una cosa que llama mucho la atención: jamás se ha visto a ningún taurino pidiendo perdón por su negra historia ni pidiendo disculpas por lo del mondongo nacional. Oigan, ustedes vienen de esa "tradición", son herederos directos de esa "cultura", son nietos de ese "arte". ¿Se sienten cómodos con eso?  ¿Nadie tiene nada que condenar? ¿Van a hacer como si no hubiera pasado nada? Pues va a ser que sí. Es la tauromaquia, amigos y amigas. Es el mondongo nacional, y que siga la fiesta.

 

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