Juegos sin reglas

El infantilismo. De la cronología biográfica a la covid pasando por la política

Angel Enrique Carretero Pasin

Profesor de Sociología

Una mirada histórica retrospectiva confirma la arbitrariedad en los criterios de segmentación del itinerario biográfico individual. Por ejemplo, durante la Edad Media los tramos en la biografía de los sectores pertenecientes a las clases populares se subdividían básicamente en tres intervalos más o menos diferenciados. Con la aparición de la institucionalización de la escolaridad obligatoria en manos del Estado Moderno surgirá una intencionada etapa de cuarentena donde el individuo ya no está incluido en la infancia pero donde tampoco está inmerso de lleno en la productividad reclamada por la sociedad. Desde entonces hasta fechas recientes el curso evolutivo del individuo pasó a estar socialmente encasillado a merced de cuatro etapas cuyas discontinuidades eran remarcadas mediante ritos de paso: infancia, juventud, madurez y senectud. La estructuración en el encadenamiento de las distintas etapas biográficas recorridas por los individuos es algo convencional. Pese a lo cual sobra decir que ellos las habrían asumido conscientemente como una condición natural de las cosas y habrían actuado en consonancia con ello. Hasta hace poco cada etapa definía sin demasiadas ambigüedades las expectativas de comportamiento que en su adentro debieran encajar. De manera que las prerrogativas determinantes de la acción social en sus distintos tramos venían dadas a priori desde factores propiamente sociales, solapándose sobre las pautas de desarrollo propiamente psico-biológico del individuo.

Pero he aquí que en la última década en especial, en el umbral de las sociedades occidentales el marchamo biográfico de los individuos se complejizó. Primero se multiplicó su segmentación, y segundo se difuminó la delimitación en la extensión de los intervalos de tiempo a cubrir en cada etapa. De manera que, interponiéndose entre la infancia y la juventud, un buen día entró en la escena histórica la adolescencia, y más tarde, para mayor segmentación, la pre-adolescencia y post-adolescencia. El incremento en la competitividad por el acceso a una posición dentro del mercado laboral ocasionó el alargamiento de la juventud hasta casi la cuarentena, recluida en una ensanchada liminalidad de cuya salida, en caso de haberla, quienes de entrada son socialmente menos favorecidos pagan un tributo personal y económico considerablemente más elevado Mientras tanto, los miembros que, en razón de su edad cronológica, pertenecientes en otra hora a la adultez empezaron a resistirse a ser clasificados en esa condición, haciendo lo posible para que solo a regañadientes fuesen catalogados como adultos e incluso percibiendo esta catalogación como una suerte de propósito de ofensa personal. Por su parte, a los mayores, bastante despistados debido a unos  acelerados cambios culturales, se les lanzó el mensaje de que, aprovechándose de un confort histórico sin precedentes y siempre asesorados en la dirección de evitar un dispendio del gasto sanitario, debieran aspirar al relanzamiento de una nueva juventud, bajo el gobierno de una prudencia decisoria de la opción por unos márgenes de consumo controlado.

El resultado es un clima colectivo reinante marcado por una generalizada aversión a todo aquello sonante a adultez. En el fondo, la divisa que las sociedades occidentales han transmitido radicó en una ambición vital por estar a la altura del imperativo por afincarse en un permanente estado de ánimo infantil o juvenil, sea la edad que sea y acompañe o no la energía requerida. Así tenemos un decorado donde no solo padres y madres han pasado a ser, en pugna con la mascota doméstica, los mejores amigos y amigas de sus hijos e hijas, sino que incluso comienzan a demandar la potestad de ser educados simétricamente por ellos y ellas sin reparos, todavía más empecinados y empecinadas que su prole en no ofrecer el mínimo signo de ingreso en el grisáceo universo de la madurez. O nos topamos ante abuelos y abuelas a quienes, siempre que su cuerpo aguante, se les insta a revivir una desenfrenada pre-adolescencia. Nunca como hasta la fecha ha estado tan nubladas y confundidas las fases secuenciales en el periplo vital del individuo, tan disociada la edad social de la edad cronológica. En resumidas cuentas, el derecho a la infantilidad ha pasado a ser una exigencia cotidiana de alcance político probablemente elevada por encima de cualquiera otra.

Ahora bien, transformado el fenómeno de infantilidad de la sociedad en unívoca consigna histórica en un escenario irreversiblemente rebajado de densidad ideológica, lo más congruente es suponer que quienes timonean la navegación del buque colectivo no estén al margen de este fenómeno y que, por consiguiente, no habría motivos suficientemente fundados para, a toro pasado, exigírseles nadar a contracorriente de la antedicha consigna. ¿Queda todavía alguien incapaz de reconocer, sin recurrir al autoengaño siempre tentador o a un candor ético, que una considerable parte de la llamada agenda política está viciada por el infantilismo ambiental? El enrevesamiento que afecta a la segmentación en la secuencia cronológica de las edades sociales no es un mero trastrueque en las directrices de las costumbres respondiente a una acentuada dislocación en el plano inter-generacional.

En una tesitura, como la actual, fuertemente mediatizada por un problema de salud pública: ¿Cómo demonios solicitar, de la noche a la mañana, actitudes de responsabilidad cívica a una población a la cual se le ha instado machaconamente a un modus vivendi inmerso en el espejo referencial de la infantilidad como supremo valor? Lo único que realmente, a lo largo del curso histórico, ha forzado a sacar a las sociedades de una condición de infantilidad ha sido el enfrentamiento con la adversidad. Durante los últimos siglos el crudo fantasma en ciernes de la guerra, así como un sinfín de enfermedades sin una viable curación, desempeñó este papel. Ahora la guerra, de repente, ha resurgido, aunque sin cabida para heroísmo patriótico alguno. Es una guerra frente a seres microscópicos, pero aún como metáfora puede seguir siendo válida. Y en este contexto bélico las élites han reaccionado, en primera instancia, de la manera previsible, sin salirse del guión: con la apuesta por una inercia en la infantilidad. No es simplemente que no estuvieran preparadas para un panorama de facto impredecible. Se ha revelado que, en realidad, no estaban preparadas para ningún potencial escenario cuyo guión se saliese del rumbo dictado desde las huestes de un aparato tecnocrático; que es el que a la hora de la verdad manda. Y mientras esto así opera, a la gente se la mantiene hibernando en una burbuja de controlada infantilidad política: una suerte de inducción a instalarse en la ficción de una eterna felicidad, a resguardo de inclemencias auténticamente políticas y donde se trasvasa por entero la administración de los asuntos que le conciernen al ejercicio de una algorítmica administración tecnocrática. No en vano una de las acepciones del vocablo infantilismo alude a un estado del individuo, trasladable al grupo, cuya forma de comportarse posee características tales como: ingenuidad, candidez e irresponsabilidad. Lidiar con la responsabilidad en torno a algo que sobrepase el umbral de la deificada autorrealización personal es algo per se poco acaramelado y acarrea consigo un coste.

En el fondo de la cuestión, el capitalismo de consumo ha procurado segmentar estratégicamente los trayectos vitales y hacer alarde de unas supuestas virtudes encerradas en la falta de adultez, sino para comerte mejor, como el lobo en el cuento de caperucita, sí para venderte mejor; al unísono que los Estados occidentales lo ha hecho para gestionar más eficazmente los usos y costumbres de su población. A la postre esto habría provocado el auge de la mayor fórmula de infantilidad: una modalidad de vínculo del individuo con las instituciones donde el primero se afana por cumplir a rajatabla con el dictum de las segundas más por un énfasis en la visualización de un religioso cumplimiento de la normatividad institucional que por el convencimiento y la identificación en torno a la credibilidad por esta portada y, a la par, obstinarse en topar los resortes más perversos para transgredir esta normatividad cuando la sociedad se da momentáneamente la espalda o, por algún motivo, ve debilitado su funcionamiento. Como aún hacen los niños y las niñas en la escuela. Y, así, si un tal individuo no ve consumado su deseo se le da nada más y nada menos que por enrabietarse.

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