Fuego amigo

Los toros se merecen que los dejemos morir en paz

Ya hemos cruzado nuestros argumentos más de una vez sobre este asunto, pero ayer volvió de nuevo a la actualidad de forma muy solemne, en un foro nunca utilizado hasta ahora: el Parlamento Europeo. La petición formulada por la alemana Elisabeth Jeggle, del Grupo Popular, para que se prohibiesen las corridas de toros en todo el territorio de la Unión Europea fue rechazada por una mayoría abrumadora. Ah!, pero sí aceptaron sus señorías el censurar las peleas de gallos y de perros (yo creía que eran ilegales desde hace mucho tiempo, es un paso tan valiente como censurar la violación, la pederastia y el robo a mano armada) porque, digo yo, no tienen la belleza ni el glamour de nuestra fiesta nacional, porque quizá es un espectáculo salvaje de pandilleros, de pobres y desheredados, de tráfico de apuestas de un lumpen que sólo aporta beneficios a la economía muy sumergida.
Los defensores de las corridas de toros suelen esgrimir en su defensa que si no fuera por la "fiesta" el toro de lidia no existiría, con la consiguiente pérdida de una nueva especie. Que es tanto como decir que gracias a las apuestas en las peleas de gallos se mantiene una especie en vías de extinción, aunque sea la del gallo asesino. Como también es cierto que, si se ilegalizara la pena de muerte, los verdugos quedarían instantáneamente extinguidos.

Yo, que confieso mi aversión a la explotación de los animales como divertimento, sea en los circos o en los cosos taurinos, creo que los toros dieron ayer un gran paso hacia su "extinción pacífica". Perdieron el primer envite legal, pero es cuestión de tiempo, de años, quizá de lustros, pero en algún día del futuro será abolido todo tipo de tortura animal, y el toro de lidia quedará felizmente desaparecido.
He oído y leído, también, que la vida de un toro en las dehesas es de esas (con perdón) que ya la firmarían, por ejemplo, los inmigrantes que se dejan la vida en las pateras. Una vida regalada, feliz, inconsciente de que su destino final es morir torturado, vejado, desangrado, burlado, con los pulmones encharcados en sangre, mientras otros animales vestidos de vivos colores gritan olé, sin saber por qué, cuando él cae en el engaño una y otra vez. Le gritan olé, festejando que es más tonto que el torero que le engañó, como aquellos martínezpujaltes que se reían y se daban palmetazos en la espalda unos a otros por la alegría de enviar las tropas españolas a una guerra en la que ya van más de 600.000 muertos. ¿De qué se ríen los espectadores? ¿A quién le gritan olé, al toro o al torero?
Debo confesaros, llegados a este punto, que no es el toro quien más me preocupa. Al fin y al cabo, la cuadrilla abusa de él durante unos cuantos minutos (¿quince?, ¿veinte?) y la muerte acude a salvarlo. Me preocupa el ser humano, el animal de mi misma especie, que piensa que la posesión de un cerebro más desarrollado, y no en todos los casos, le da derecho a convertir la tortura en arte (que me perdonen los interesados por lo que voy a decir, pero me cuesta creer, viendo el comportamiento de algunos toreros, que de sus cerebros pueda salir el menor asomo de una manifestación artística). Es el espectador de esa fiesta salvaje el que pone en peligro de extinción la sensatez, la piedad, y las virtudes humanitarias, ya bastante jodidas a estas alturas del siglo. Que el toro de lidia corra el peligro de dejar de poblar las dehesas sería la mejor noticia para él. Así que, por mí, que muera en paz.

Más Noticias