Fuego amigo

Un frenesí de inauguraciones

 

El frenesí que invade a la clase política en tiempos preelectorales me recuerda a esos saraos de lucha libre donde las tortas y llaves de bloqueo del adversario no son más que puro teatro, una representación incruenta de una batalla aparentemente terrible. Y me lo recuerda, no porque las promesas electorales sean tan inverosímiles y cómicas como la gesticulación de los luchadores en el cuadrilátero, que lo son, sino porque resulta imprescindible la complicidad del espectador para que la farsa funcione. Sin un público entregado, como en el cine, el teatro o la novela, aquello que se desarrolla ante nuestros ojos resulta a todas luces una payasada.

 

Así nos lo parece a los que contemplamos esa lucha desde fuera, de la misma manera que solo los que observamos la lidia desde la distancia emocional vemos en el ruedo un espectáculo absurdo de tortura animal, mientras sus devotos creen ver un lienzo de Picasso.

 

Para soportar un mitin electoral es necesario abandonar en la entrada el sentido crítico y dejarse llevar por ese entusiasmo de la mamá que asiste al primer ballet de su hijita querida en el colegio. Y las inauguraciones son como los mítines, donde se habla poco pero se cortan cintas, con espectadores igualmente entregados y compuestos con sus mejores galas para la foto. La utilización electoral de este instrumento, con dinero público, ha sido frenada en parte por la reciente Ley Electoral. Gracias a ella, desde hoy se acabaron las inauguraciones de campaña.

 

Ayer hacían un pequeño balance de urgencia en los telediarios de la 1 de TVE, en el que nos recordaban hasta qué extremos ridículos se había llegado en los últimos días con el corte de cintas varias. Esperanza Aguirre inauguraba dos paradas de Metro. El presidente de la Junta de Extremadura, Fernández Vara, se hacía la foto en 11 inauguraciones en una sola semana, entre ellas la del Centro de cría en cautividad del lince ibérico. Jordi Hereu, el alcalde de Barcelona, le superaba con 13 inauguraciones en una semana, entre las que se contaba la de una tubería de agua. En Castilla y León inauguraban un tramo de carretera que ya está en funcionamiento desde hace un mes. En Oviedo han inaugurado cuatro veces (¡cuatro!) el Hospital Central de Asturias. En Santiago de Compostela, el ministro de Fomento hacía lo propio con una pista de aeropuerto que no estará operativa hasta el verano. A igual que Carlos Fabra, el presidente de la Diputación de Castellón, y Francisco Camps, presidente de la Generalitat de Valencia, que inauguraban un aeropuerto sin aviones ni permiso de navegación.

 

En esta comedia, quizá sea la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, la que se merece un magnus cum laude después de inaugurar un hospital inacabado, como el Clínico, porque a los obreros no les daba tiempo a terminar las plantas que faltan antes del 22 de mayo. Ya le llaman el hospital Cínico, pero a ella, en su cinismo, hasta le hace gracia.

 

El caso del alcalde de Lugo lo resume mejor. Se lamenta el buen hombre, socarronamente, de ese prohibicionismo inaugurador hasta las elecciones, que le deja como un vacío interior en su ajetreada vida. Decía que, por culpa de ello, no sabía si ingresar temporalmente en un monasterio.

 

Parece mentira la fuerza de esa adicción, pero les quitan del vicio de inaugurar, y su abstinencia les puede llevar a la locura.

 

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