Fuego amigo

Están acampados ante nuestras murallas

Entre los efectos más graves del cambio climático que nos hemos ganado a pulso, lo peor no es que en Dinamarca puedan hacer vino o cultivar café el día de mañana, ni que las costas del norte de la Gran Bretaña, bañadas de un espléndido sol, lleguen a hacer la competencia al turismo español de playa. Serán los cambios mucho más profundos en las economías más pobres, como sequías y avance de la desertización, los que dejarán a muchos lugares del planeta como campos de desolación en los que será imposible continuar viviendo por la falta de los elementos más básicos para la subsistencia, como el agua y las cosechas.

En el primer mundo miramos a esa otra humanidad miserable, que nos contempla con envidia, con la altivez de los señores del castillo que se sienten amenazados por hordas invasoras acampadas a las faldas de sus murallas. Con las despensas bien provistas y los aljibes repletos de agua, estamos estudiando cómo contener su envite, soñando tontamente que tenemos las provisiones suficientes para aguantar el asedio hasta el fin de los tiempos. Son cientos, quizá miles de millones de seres humanos, sin nada más que perder que la vida, los que irremediablemente irán a buscar la comida donde se encuentre, sea en los campos del señorito del primer mundo, sea asaltando sus supermercados, en un movimiento migratorio de dimensiones colosales.

Es curioso que buena parte de la comunidad científica esté volcada en el estudio de los efectos devastadores de ese próximo cambio climático mientras la clase política de las primeras potencias mundiales sólo se preocupe de cómo electrificar las murallas, y de cómo sintonizar los radares de detección de pateras. Ahora que tenemos tiempo, ¿no sería bueno pensar que nos hallamos ante un problema que se podría resumir en que empieza a ser más valiosa el agua que el petróleo? ¿No sería mejor que llegáramos lo antes posible al convencimiento de que la presión del hambre hará reventar nuestras murallas, por mucho que las fortifiquemos, y que, por lo tanto, más nos valdría emplear la imaginación en políticas más solidarias y de reparto de la riqueza?

Sabemos desde Darwin (ese científico al que tanto odian los creacionistas) que sólo los mejor adaptados al medio subsisten, y que pequeñísimos cambios en el entorno pueden provocar catástrofes de extinción. Dejar sin las presas naturales a los buitres, por ejemplo, con el entierro de las reses muertas por miedo a la gripe aviar, ha provocado un cambio en su comportamiento, lo que se traduce en ataques nunca vistos hasta ahora al ganado recién nacido y a sus madres parturientas. Y acabo de leer que en la India, numerosos grupos de simios están bajando de las selvas a la ciudades para competir con el hombre por el escaso alimento. "Los monos se han organizado y se están apoderando de las ciudades indias", rezaba el titular alarmista.

Todo eso no es nada comparado con el ingenio del ser humano para cambiar de dieta. Primero es el hombre el que provoca el cambio climático y luego es el cambio climático el que acaba alterando nuestras vidas. El efecto llamada de los subsaharianos o de los mexicanos no es otro que el olor a hamburguesas y beicon a la plancha con huevos fritos que les llega desde el norte. Una brisa exquisita que anuncia grasas y proteínas. Por ahora es sólo su problema. Pero que no os quepa la menor duda de que mañana será el nuestro.

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