Otras miradas

Mi relación tóxica con la lectura

Manuel Romero Fernández

Director del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social

 

Mi relación tóxica con la lectura

Ya está otra vez casi acabando el verano. Con la llegada del calor es habitual liberar más tiempo libre para emplear en actividades que normalmente no hacemos a lo largo del año. En mi caso, por ejemplo, y en el de muchas amigas, para leer libros diferentes, géneros alternativos al ensayo, a la filosofía o a la teoría política. Últimamente, intento sacar un hueco para leer alguno de los clásicos de la literatura de ciencia ficción, desde que el verano pasado descubrí Los desposeídos, de Úrsula K. Le Guin, ya nada volvió a ser lo mismo. Tenía un artículo a medio escribir, este que estoy redactando, con algunos apuntes fragmentarios sobre mi relación con la lectura, muy tóxica en ocasiones, la verdad. Nunca pensé en terminarlo, pero un cruce de casualidades me ha empujado a hacerlo. Concretamente, un texto de Paula Ducay dedicado «A los libros», maravilloso, por cierto, como todo lo que acostumbra a escribir en su blog, y otro de Mao sobre el la importancia de no rendir culto a los libros, encontrado en una compilación de cuarta o quinta mano que compré hace unos días.

Antes de continuar, me gustaría señalar algo. Hace poco se me reprochó el hecho de que siempre escribiera desde la primera persona, a partir de mis propias vivencias, como si fuera una proyección excesivamente narcisista. Si es así, si es la impresión que causan mis artículos o mis publicaciones, debería entonces revisar mi metodología. Pero quiero advertir que nada más lejos de mi intención, que no es más que la de desnudarme mediante la escritura como un ejercicio de despersonalización, de honestidad y de exposición del yo como una superficie de inscripción de experiencias cruzadas y relatos compartidos. No escribo para restañar mis heridas sino para ensancharlas.

Como decía en el primer párrafo, en las vacaciones acostumbro a desconectar y pretendo leer cosas para las que no tendría tiempo en otro momento del año. Esto me conduce a tener una montaña de libros sobre la mesa, una sensación de bloqueo y angustia y mucha, muchísima, ansiedad por no saber muy bien por dónde empezar (y por no saber tampoco donde almacenar más cosas con una vida nómada, marcada por las mudanzas constantes, una al año desde hace ya nueve, concretamente). Tengo que hacer un esfuerzo y elegir uno de entre muchos, un coste de oportunidad que me produce un sentimiento de culpabilidad muy similar a los que puede producir un TCA, por ejemplo. A esta terrible indecisión también se le suma otro sentimiento de culpa, el de gastar parte del poco dinero que me queda en otro puto libro. No me gusta en absoluto el calificativo de "tóxico", pero creo que se acomoda bien para describir esta relación, cuanto menos, compleja. Los libros, en realidad, son secundarios, lo que describo aquí es un síntoma de los usos del tiempo, de lo paradójico que resulta la calendarización absoluta del ocio y el disfrute, y de la experiencia de arrojarse al vacío de la que he hablado en otras ocasiones. Aún así, hablemos de libros.

Últimamente he podido observar, sobre todo en algunos rincones de la militancia política, que hemos convertido a los libros en un objeto privilegiado al que se le atribuyen cualidades y características cuasi mágicas. En un fétiche propiamente dicho, en el sentido antropológico del término. Esto es muy evidente en ese lugar común que dice eso de que el fascismo se cura leyendo, como si los fascistas no hubieran leído nunca o no hubieran producido sólidos aparatos teóricos y conceptuales. Menuda tontería. Como dice Paula Ducay, a veces se nos olvida, o lo reprimimos de manera inconsciente, que el libro es un producto más de una industria cultural sometida a la lógica neurótica de producción en masa y acumulación de capital. Leer no te hace necesariamente más inteligente, las librerías (¡y hasta los supermercados!) están saturadas de libros de Jordan Peterson, gurúes de la autoayuda y otros intelectuales orgánicos del neoliberalismo que ocupan las primeras plazas de los ranking de venta y las estanterías y mesas de novedades. No olvidemos que los libros han sido una herramienta de transmisión de conocimientos y también de externalización de la memoria, pero jamás ha sido, ni es, la única.

A veces los libros funcionan como un consuelo, y, en realidad, eso debería ser suficiente en ocasiones. Hay otro sentido de la lectura que va más allá del placer, del ocio y el tiempo libre: el de la formación. Pasamos el día leyendo, desde artículos hasta reseñas o libros completos en tiempos récords. Pero es importante señalar que el ejercicio de la lectura no puede revelarse como un sustituto de la militancia, de la actividad política, sino que debe acompañarla dialógica y dialécticamente. Dice Mao en la compilación que encontré, de páginas amarillas y una encuadernación débil, que si el marxismo es correcto no es porque Marx fuera un profeta sino porque su teoría demostró ser acertada en la práctica y en la lucha. Los libros hay que ponerlos en común, confrontarlos con una realidad abigarrada que se resiste y se transforma de manera permanente.

Quizá esté lanzando mensajes contradictorios, pero es que esa es mi propia relación con la lectura, una relación paradójica en la que encuentro satisfacción y acompañamiento, pero también ansiedad y la búsqueda de respuestas que pueden no llegar nunca o solo parcialmente. La lectura puede ser útil o producir goce, o quizá no nos guste leer, sino como dice Ducay, haber leído: almacenar ideas, datos curiosos e historias con finales trágicos o felices. Tenemos que seguir leyendo, subrayando y destrozando libros para aprender, pero con prudencia. Hay que compartir lecturas y libros, fomentar las bibliotecas públicas y comprar en tu librería de confianza.

Por cierto, antes de finalizar, quiero señalar algo que me parece importante: hay que cuidar a las librerías, a todas aquellas que, pese a todas las dificultades, se empeñan en hacer una labor crítica, porque las librerías son mucho más que sus libros, son redes para el cuidado, el encuentro y la puesta en común de experiencias y diagnósticos para el futuro. Son al mismo tiempo travesías y espacios de encrucijada en las que hacer amigas y compañeras de ruta en este mundo grande y terrible. Por eso, no puedo terminar de otra manera que invitando a todo el mundo a apoyar a la librería Caótica, en Sevilla, para evitar su desahucio y permitir que sigan muchos años más construyendo otro modelo de ciudad, más sostenible, más amable y más democrático.

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