Otras miradas

La herida que no cierra

Nico Hedo

Estudiante de Educación Social

Es difícil seguirte mirando apenado, tratando -o no- de entenderte. Tus traumas, que hago míos, y mis traumas, que son tuyos, beben de nuestra cerveza, sentados en nuestra mesa en Las Navajas, de forma irremediable. Aún hoy me pregunto qué podría haber hecho por ti, qué puedo seguir haciendo por mí, y encuentro una condena marcada por el vocabulario, por mis amadas palabras, las que definen y moldean de la forma más íntima posible la realidad, y me pregunto cuál es el antónimo del trauma. No lo hay.

El trauma, que del griego viene representando en su etimología "herida" o "ruptura", ha elevado en nuestras vidas ciertas fortalezas tan inexpugnables como lo son los secretos más profundos de nuestras conciencias, como lo son nuestras vergüenzas, lo que no decimos por ese humano pánico a reabrir las cicatrices, pues no es necesaria la metáfora que defina al trauma -o herida- como una cicatriz que nunca lo fue, pues en eso consiste el trauma, en el querer llamar cicatriz a una herida que nunca cerró.

Parece ser que desde que la historia ha sido escrita el valor del trauma ha sobrepasado cualquier tipo de estímulo positivo ya que el trauma es un condicionante vital, en el sentido de que si yo hoy me traumatizo, "seguiré" traumatizado indefinidamente, mientras que si yo hoy soy feliz, la caducidad inherente a este sentimiento, a esta condición, hará que "deje" de serlo a priori, siendo así el trauma una característica a posteriori, y la felicidad una condición a priori.

Me llegué a cuestionar si era una circunstancia cultural el que el peso de algo que entendemos negativo, como el trauma, pudiese doblegar la felicidad en cualquier extracto de la realidad. Empezaré a utilizar "felicidad" como antónimo del trauma. Pero no. Va algo más allá de la cultura, no es algo relacionado con el ego occidental, ya que me caben pocas dudas de que si se practicase una tortura a una persona, sería difícil hacer desaparecer ese dolor de su cabeza, esas cicatrices de su cuerpo, ese recuerdo de una mente que se tatúa por estímulos, y a más intenso el estímulo, más grande el tatuaje.

Ahora bien, qué estímulo positivo podría tener la misma trascendencia, por ejemplo, en el comportamiento de un humano que una tortura. No se me ocurre un beso que pese lo mismo, no se me ocurre una condición laboral ni una suma de dinero que pueda compensar psicológicamente al peso indefinido del trauma.

Posiblemente el primer paso para vivir con nuestros traumas sea aceptar que somos herida en piel ajena, somos el recordatorio constante del traumatizado de que lo está, pero lo que no somos es responsables de serlo. El trauma no es inherente a nosotros, nosotros somos inherentes al trauma y del trauma es que nacen las ideas más grandes, es que nace la empatía, es que nacen la dulzura y el entendimiento, porque algo que te hace feliz te condena a repetirlo y no a cambiarlo.

Así que, en definitiva, es el trauma el que crea la felicidad, el GPS que me hace saber a quién tengo que dedicar una mirada cariñosa o un abrazo particularmente emotivo, y el que me hace sentirme apenado, pues nunca seré -seremos- suficiente para cicatrizar tantas heridas, que supurantes de una felicidad que llegará, duelen con avaricia y acidez, mientras descubrimos que somos miedo para ser vencidos, que nos queremos con dolor para sanarnos y que nos traumatizamos para superarnos día tras día, y hasta el infinito.

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