Traducción inversa

Haití, Vic y ese otro mundo

  Mi hijo me pregunta por qué sólo hay terremotos en los países pobres. Estamos mirando el telediario y el chaval, con sus catorce años, saca sus propias conclusiones. Le respondo que eso no es exactamente así, que Japón, por ejemplo, es un lugar con alta frecuencia de seísmos. "Entonces", continúa, "¿por qué ha muerto tanta gente en Haití, y en Japón muere tan poca?". "Bueno", aduzco yo, "es que precisamente los países pobres no tienen edificios preparados para resistir los movimientos de la tierra ni un estado mínimamente operativo para coordinar las tareas de rescate".

  Seguimos mirando el telediario. Entonces hablan de Vic y de las extrañas decisiones de su gobierno municipal. El chico se revuelve en su asiento. "¿Por qué no quieren empadronar a los inmigrantes?", inquiere, desconcertado. Y yo le digo: "Es que en Vic una cuarta parte de la población es de fuera, y aunque a nadie le molestaban cuando se dedicaban a desempeñar los oficios que la gente del país ya no se dignaba a acometer, verlos ahora en la calle, con su desempleo y su diferencia ostensible a cuestas, es demasiado para ciertas mentes bien pensantes".

  Acoge las explicaciones que le doy con un prolongado silencio. De pronto se levanta del sillón y levantando un dedo acusador me suelta: "Así, nadie quiere a los pobres. Todos esperan que se mueran y se pudran en otra parte". Tuve que darle la razón. Los terremotos japoneses son simpáticos –pequeños sustos filmados con ojos rasgados-, los inmigrantes con sueldos y negocios boyantes nos son sorpresivamente familiares. Pero todo lo demás es inequívoca y taxativamente de otro mundo.

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