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El gatuperio de Madrid

Hace unos días, en Ilorin, la capital del estado de Kwara, en Nigeria, un policía condujo a la comisaría a un chivo bajo la acusación de haber intentado robar un coche Mazda. Explicó que el presunto ladrón era en realidad un ser humano, quien, durante la persecución, al doblar una esquina, se había transformado en chivo con el claro propósito de engañar al agente y eludir su detención. El viernes pasado, el animal permanecía bajo arresto a la espera de que se aclarase su situación legal, según informaban varias agencias de noticias.

En Ilorin, como en gran parte de Nigeria, está muy extendida la creencia en la brujería, sobre todo entre las capas más humildes de la población, de donde procede el grueso del cuerpo policial. De ahí que haya sido posible esta historia insólita y muy literal de un chivo expiatorio.

La institución del chivo expiatorio es muy antigua. Empezó como una ceremonia mucho antes a los tiempos bíblicos y se ha convertido en metáfora. El poder, cuando se siente acosado, suele buscar chivos expiatorios y someterlos a la humillación pública para apaciguar el ánimo de las masas. Sin embargo, en una democracia consolidada y saludable no deben caber estos recursos. Cuando los representantes políticos incurren en presuntas acciones ilegales o contrarias a la ética, lo que se espera es que sean debidamente investigados por la justicia u ofrezcan a la ciudadanía explicaciones convincentes.

Estos días, la Comunidad de Madrid, presidida por Esperanza Aguirre, anda convertida en un vergonzoso berenjenal de redes de espionaje y guerras por el control de la caja de ahorros. Una situación a la que no es del todo ajena la vieja lucha por el poder que mantiene Aguirre con el alcalde Madrid, Alberto Ruiz-Galardón, político habituado a tirar la piedra y esconder la mano, ornitorrinco que alardea de progresista al tiempo que adula a Fraga y Aznar. Ayer, en un acto del PP, Aguirre y Gallardón se fundieron sonrientes en un abrazo y dieron por zanjadas sus querellas, como si fuesen seres designados por la divinidad que no están obligados a rendir cuentas a los mortales. Nada de explicaciones serias a los ciudadanos; nada de actos de contrición; sólo chanzas entre amiguetes o actitudes chulescas. Si las circunstancias lo exigen, seguro que aparecerá algún chivo expiatorio que cargue con las culpas de tanta degradación. A estas alturas, lo único que espero es que no nos crean tan ingenuos y nos suelten uno de cuatro patas, como el de Ilorin.

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