Diario de la Antártida

15 de enero. Sobre un glaciar nevado

glaciar-distancias.JPGImposible deducir por el paisaje que ayer nevó con tanta furia. Hace un día precioso y a las ocho de la mañana la nieve ya se ha derretido. Hace un sol de ésos difíciles de ver en la Antártida. Es el día perfecto para subir a un glaciar. La cámara agradece, por fin, que el cielo le deje ver panorámicas sin grises y el final de los relieves.

Lo normal aquí es que en el mismo día el tiempo cambie varias veces, así que decidimos no perder más tiempo y salir, por si acaso. Tras cuarenta minutos de caminata hacia arriba y otros cuarenta sobre una moto de nieve sorteando las grietas que los expertos tienen localizadas, llegamos a la cabeza del glaciar. Uno de tantos en esta isla. Uno que, como los demás, avanza discretamente hacia el mar. Mientras el planeta se calienta poco a poco, ellos luchan por sobrevivir. Este año han ganado la batalla. El Polo Sur ha registrado récords de temperatura y hielo mientras en el Norte se abrían auténticos pasadizos en el mar, allí donde muchos de nuestros antepasados perdieron la vida intentando abrirse paso.

Todo lo que vemos hace que el esfuerzo de David, cámara al hombro, sea anecdótico. Se esfuerza por mimar el aparato y ruega, casi en voz alta, a las baterías, que no se fundan antes de tiempo –las pobres hacen lo que pueden para sobrevivir a este intenso frío-. Entre tanto, yo me deshago en agradecimientos hacia los montañeros que nos han traído hasta aquí, porque cargan con un trípode de trece kilos cuesta arriba con el mismo desgaste que yo empleo en sujetar el micrófono.

Uno de ellos es Iñaki. Cuesta imaginar a este hombre de mal humor. Siempre dispuesto a echar una mano y siempre pendiente de hacer lo posible para que otros tengan que hacer menos. Una persona con clase que se adapta a todo con tanta naturalidad que sus gestos pueden pasar a menudo inadvertidos. Un gran fotógrafo por cierto y un experto montañero que sube pendientes sin inmutarse aunque lleve treinta kilos al hombro.

Lo que vimos, y casi tocamos, fue una combinación imposible de matices en azul y blanco, una luz imponente, un silencio solemne y, de vez en cuando, algún aviso de la Naturaleza desde lejos. Cada trozo de hielo que se rompía por el calor, rugía violentamente antes de caer al agua, como si la Tierra se quejara de dolor en absoluta soledad, y sabiendo que casi nadie escucha.

Volvimos a la base por la misma ruta. En el camino, paramos ante la tímida estación meteorológica puesta allí por nuestros investigadores del clima. En estos momentos, el encargado de hacer las previsiones es Nacho. Aparentemente el más tímido. Tengo la impresión de que es una persona a la que se conoce poco a poco, con muy buen carácter y un sentido del humor muy fino. Un hombre que inspira confianza y que, posiblemente mantenga amigos de toda la vida para toda la vida. Se considera un privilegiado por estar aquí pero para mí que es de los que se ha ganado su suerte. Analiza el clima y es el responsable de interpretar los datos meteorológicos, entre otras cosas para que el jefe de la base pueda planificar el día el día. Su gran mérito es que apenas se equivoca a pesar de los pocos medios que tiene.

Pasamos la tarde con los científicos. Subimos a las colinas donde tienen instalados sus medidores, sensores, magnetos y un sinfín de aparatos de nombre impronunciable que les aportan datos sobre la evolución del cielo y la tierra. Para ser investigador aquí, además de grandes conocimientos, se requiere un buen estado físico.

Por la noche, Manu, el mecánico, sugirió una partida de póker. Es el más joven de la base. Un chico que con 28 años sigue siendo ‘el niño’ para sus compañeros. Y lo cierto es que tiene cara de niño. Es un ex militar con las cosas muy claras, vitalista, sociable y con la capacidad de convocatoria de un líder que aún no sabe que lo es. Manu tiene un comentario para todo y la forma de hablar propia de un chaval muy seguro de sí mismo.

Unos cuantos prefirieron ver un documental sobre pingüinos en el proyector del salón, pero la mayoría se apuntaron a la timba que se celebraba en el iglú número 1. Se jugaban la indecente fortuna de diez céntimos de apuesta base con fichas a las que llaman simones porque así se llamaba el que se las regaló. Ganó Fede, el patrón y David, el tercer montañero.

A David, su pasión por el alpinismo le ha llevado a ser el primero en escalar uno de los picos más altos de esta isla, al que ha bautizado como Montserrat, en honor a la Montaña que conoce como la palma de su mano. Un chico capaz de estar nueve meses viviendo en una tienda de campaña, en contacto con la Naturaleza a la que probablemente considere su casa. Se ha encargado de diseñar y señalar las rutas más seguras para acceder, por ejemplo, a un glaciar. Un ciudadano del mundo. Un nómada vocacional que comprende, pero no comparte, que el mundo esté tan burocratizado. Delega los papeles para poder estar en la arena. Es, casi, un elemento más del Medio Ambiente.

Eran las 11:30 cuando terminó la partida. En el cielo, el color rosa del ocaso nos invitaba a ver la última función antes de acostarnos.

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