Punto de Fisión

La central de inteligencia

En la Agencia Central de Inteligencia, CIA para los amigos, saben muy bien que la estrategia más inteligente es hacerse pasar por tonto. El emperador Claudio se pasaba el día babeando, riéndose y hablando con su sobaco con tanta insistencia que los cronistas de la época concluyeron que no era más que un gilipollas con laureles, una hipótesis tan evidente que Robert Graves la desmintió en dos novelas espléndidas donde sugería que Claudio, en realidad, fingió la estupidez para poder salvar la cabeza en aquellos tiempos tan dados al envenenamiento y a tropezar con puñales. Sin embargo, algunos historiadores posteriores desecharon esta maquiavélica posibilidad, dando por sentado que el que se había pasado de listo era Graves y que Claudio, mayormente, fue un tonto de la baba que llegó a emperador por pura chiripa.

Con la CIA, igual que con ciertos emperadores (no todos ellos necesariamente norteamericanos), siempre nos quedará la duda. Mientras el Mossad, el MI6 o el antiguo KGB jamás sufrieron el riesgo de que los tomaran por imbéciles, ciertas operaciones encubiertas de la CIA han quedado tan descubiertas que la única explicación plausible es aquella que daba Groucho: "Habla como un idiota y se comporta como un idiota, pero no se deje engañar: es un idiota". Alguien sostenía que era imposible que la CIA estuviese detrás del golpe de estado en Chile ante la simple evidencia de que había salido bien. En esto de la idiotez la CIA ha llegado a tales niveles de virtuosismo que de vez en cuando los senadores se preguntan si en Langley no se les habrá ido la mano con el cursillo intensivo de babeo.

Este martes salió a la luz un documento por el que se supo que la CIA se había gastado 80 millones de dólares en una empresa de psicólogos con el fin de torturar mejor a los prisioneros de Guantánamo. En el Senado se han dado cuenta de lo brutales que fueron los suplicios con más de una década de retraso, más o menos el tiempo que llevaban los sabuesos de la CIA rastreando las huellas de Bin Laden hasta que se las encontraron entre los cascotes de las Torres Gemelas. Poco después, un experto en contraespionaje denunció que, entre los infinitos fallos de la inteligencia norteamericana, no fue el menor el hecho de que tuvieran, desde hacía años, toneladas de conversaciones grabadas en pastún y ni un solo traductor al inglés.

No les bastaba con los tormentos físicos, los ahogamientos simulados, la privación sensorial y las canciones de Metallica a todo volumen, no: tuvieron que recurrir al diván y al complejo de Edipo. Del mismo modo que la de médico fue la profesión que porcentualmente más seguidores aportó al partido nazi, la psicología ha sido el arma secreta de la CIA en su lucha contra Al Qaeda. Y prácticamente con los mismos resultados. Si se tiene en cuenta que la mayoría de los criminales nazis que huyeron después de la guerra se camuflaron de psicólogos argentinos, no hay que tirar mucho del hilo para descubrir el subconsciente de esta historia. El paralelismo sale reforzado al recordar que la Alemania de los años treinta (el país con más laboratorios, bibliotecas y auditorios del planeta) acabó liderada por una piara de puercos genocidas, del mismo modo que los Estados Unidos de los años noventa (el país con record absoluto de premios Nobel) terminó en manos de Bush Jr., Cheney, Rumsfeld, Powell y otros primates. De hecho, se documentaron tantos momentos históricos de Bush Jr. luchando por leer un libro de cuentos infantiles al revés o divagando sobre la imposibilidad de incendiar bosques talados, que muchos estadounidenses se preguntaban si no hubiese sido mejor votar a Claudio o incluso a su sobaco. Ya hablábamos al principio de ese misterioso límite en que la inteligencia, cuando llega al final de la escala, pone otra vez el marcador a cero. Muchos gerifaltes del Tea Party creen que ellos no descienden del mono, pero es porque no se han bajado todavía.

 

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