La polémica con la asistencia de España a la reunión del G 20 está tomando aires de culebrón. La situación es complicada. Nunca antes, una reunión de estas características había despertado tanta curiosidad. En el silencio que precede a la batalla, unos esperan que se imponga la cordura y de allí salgan medidas para evitar que algo así pueda volver a ocurrir; mientras, otros aspiran a que los ponentes obren con la inteligencia suficiente como para dar la imagen de que se ha hecho algo, dejando todo exactamente igual. En cualquier caso, el pueblo soberano entiende que si los gobiernos financian a los bancos, deben pillar algo. Y no sólo miles y miles de edredones y cuberterías. Estamos ante una de las pocas ocasiones en que la administración puede coger al toro por los cuernos y tomar decisiones que garanticen la estabilidad y tranquilidad de los ciudadanos sin que la clase dominante ponga el grito en el cielo y acuse a los políticos de destruir la esencia de nuestra civilización que, básicamente, consiste en la posibilidad de forrarse de forma ilimitada sean cuales sean las consecuencias. Intervenir para procurar el bienestar de los ciudadanos es la principal obligación de cualquier gobierno democrático. Fue Rajoy el que en sede parlamentaria, para poder ejercer la oposición, ya que no se podía oponer a las ayudas que anunciaba el gobierno, exigió a Zapatero que controlara al máximo lo que se hacía con ellas. Ahora, cumplido el trámite, los liberales comienzan a sacar voces aisladas exigiendo lo contrario. Es más, en el colmo de la cara dura, algún cerebro privilegiado ha afirmado que el origen de la crisis está en los gobiernos intervencionistas. Dentro de poco serán legión los que digan tal estupidez, como ocurrió con la "teoría de la conspiración", que empezó como un rumor vergonzante y acabó con los cabecillas de la oposición (Rajoy y Aguirre) pidiendo la anulación del sumario. Ahora hay que atajar la crisis, pero extirpando el tumor que produjo las metástasis.