Punto de Fisión

Líneas aéreas monárquicas

Esto de que al príncipe Felipe el avión lo deje tirado cada dos por tres parece una excelente metáfora, aunque todavía no se sabe muy bien de qué. Hay metáforas que se resisten a la revelación durante años e incluso siglos, como alguna de Góngora que los críticos todavía la andan masticando, a ver si le sacan el sabor y le pegan la etiqueta. Por un lado, ser príncipe es vivir en una terminal de aeropuerto a la espera del despegue definitivo. Cierto que, mientras tanto, se da uno la vida padre a cargo del erario público (en lugar de la vida hijo, como es su obligación), pero por muchas comodidades de que disponga la sala de espera, no cabe duda de que esperar siempre es un engorro.

Hay algo irreal en la simple idea de estar haciendo cola, y no hay cola más larga que una línea dinástica. Que se lo digan al príncipe Carlos, que lleva toda la vida haciendo oposiciones al trono de Inglaterra y que, a este ritmo de pompa y circunstancia, se va a jubilar sin oler la corona. Mucha aristocracia y mucha flema británica pero al pobre Carlos, que siempre tuvo pinta de piloto de líneas aéreas, con los años se le ha ido quedando pinta de ambulatorio, uno de esos ancianos resignados que se pasan la mañana en la antesala del médico intercambiando síntomas y remedios caseros con los otros pacientes. El príncipe Felipe, de momento, no llega a tanto, pero ya se ha dejado la barba, que suele ser también un síntoma de paciencia, de rascarse mucho, una cosa de naúfragos que no se afeitan no por falta de cuchilla ni de espejo, sino por exceso de tiempo, por no saber qué hacer hasta que el humo del barco cruce el horizonte.

El que aguarda en la cola del médico, o del cine, o de la carnicería, vive en la irrealidad, canturreando, pensando en sus cosas, barajando el aburrimiento mientras llega la hora de ingresar a la realidad de la consulta, de la película o de tres kilos de filetes. Un príncipe es por definición alguien que vive en la irrealidad hasta que llega el momento de acceder a la realeza, que es una irrealidad mejorada, con muchas prerrogativas y accesorios.

Sin embargo, por el otro lado de la metáfora, también el país entero sufre la irrealidad esencial de esta sala de espera, rascándose la barba, aguantando con infinita paciencia las averías y demoras de esta monarquía borbónica que es también una línea aérea dinástica con destino a ninguna parte. A todos los españoles se nos va quedando cara de príncipe Carlos, de viajeros que se han quedado en tierra, de ancianitos resignados arañando con el bastón el suelo de la antesala, de súbditos desahuciados a la espera de una república que se nos ha estrellado ya dos veces. Mejor no pregunten de qué va esta metáfora, porque me da que, sin querer, me ha salido una de Góngora.

 

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