Punto de Fisión

Ovación por Rubalcaba

Rubalcaba anunció su despedida de la política y en el Congreso le hicieron la ola. No sólo porque se fuese, sino también en señal de respeto y de agradecimiento por los servicios prestados. ¿A quién? Esa es una buena pregunta y para contestarla en profundidad habría que empezar por desmontar el tinglado, el guiñol y la podre del parlamentarismo hispánico. Si parece que Rubalcaba unas veces benefició al PSOE y otras al PP, es por un motivo sencillo: exigencias del guión. Es un actor íntegro aunque no lo parezca, sólo que le ha tocado ejercer de malo y al final el personaje lo ha avasallado. Igual que a Bela Lugosi cuando pidió en su última voluntad que lo enterrasen con la capa de Drácula.

La marcha de Rubalcaba y el maremoto de reverencia que ha generado alumbran la ficción esencial que impera entre la derecha y la izquierda en España (aunque mencionar la izquierda, con el PSOE, es como hablarle de pintura a un ciego de nacimiento). En su alternancia entre la oposición y el poder, las dos grandes formaciones políticas de este país han jugado a relevarse de los focos a la platea y luego viceversa. Son como críticos que trabajasen publicando reseñas a novelitas de mierda, reseñas no demasiado amargas porque saben que dentro de cuatro u ocho años se cambiarán las tornas: entonces serán los otros los que critiquen y ellos quienes publiquen las mismas novelitas de mierda. Cuando el público se queje, se le dirá lo de siempre, que en España tampoco se puede publicar otra cosa. Escribir aquí es llorar, ya lo decía Larra.

Rubalcaba ha ido y ha venido tantas veces de la oposición al gobierno con los papeles en la mano que a veces lo confundían con el ujier. No obstante, siempre hizo la caminata con la cabeza bien baja, los hombros hundidos, metiéndose a fondo en su papel. Muchos de quienes hoy lo aplauden a rabiar, elogian su temple y alaban su labor, son más o menos los mismos que lo acusaban de estar detrás del mayor atentado de la historia de Europa. Sugerir que movió los hilos para matar a dos centenares de personas y destruir miles de familias, y luego aplaudirle con ganas sólo puede entenderse como una exhibición de cinismo o de estupidez abismal, de engaño o de cálculo. Es como preguntarse si los hombres y mujeres que nos representan están todos locos, son unos canallas sin remisión o simples imbéciles. En realidad (si es que semejante adverbio puede aplicarse a ese teatro demencial de la mendacidad y la esquizofrenia) las tres posibilidades, e incluso algunas más, no se excluyen entre sí.

Para  la derecha, Rubalcaba era el mal necesario, la mano negra, el cerebro calculador que estaba detrás del 11-M y de los contactos con ETA en bares de mala muerte. En lo que a conspiraciones se refiere, lo cierto es que Rubalcaba estaba muy ocupado ayudando a Zapatero a cargarse lo poco de vida inteligente que aún quedaba en el PSOE. Secundario en la sombra, a Rubalcaba se le atragantó el protagonismo cuando sucedió al presidente como si extrajeran una spin-off de Forrest Gump con un profesor de química. Él hizo y deshizo lo que pudo y a la vista están los resultados: aparte de Zapatero, poca gente ha contribuido más a la aplastante mayoría mariana que este señor siniestro que ha ejercido hasta el punto final su rol de zancadilla. Por eso lo vamos a echar de menos, aunque supiéramos de sobra que no se puede hacer un remake de Breaking Bad con un químico pasiego.

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