Punto de Fisión

Tres días en la Semana Negra

A veces sucede que una tristeza enorme cabe dentro de una alegría portátil; otras veces sucede lo contrario. La vida no es químicamente pura y es muy raro que se presente sin mezclas. El viernes por la tarde llegamos invitados a Gijón, a la Semana Negra, con el recuerdo de Rafael Martínez-Simancas pesando en nuestro corazón, sobre todo porque en Gijón había presentado él unos años atrás Doce balas de cañón, una novela que de varios modos y registros se conectaba con el libro del que yo iba a hablar el sábado. La muerte de Rafa pesaba en grandes nubes que flotaban sobre la bahía como sudarios grises, iba y venía en el grito de las gaviotas y se derramaba desde el inmenso arco de cemento con que Chillida capturó en un círculo perfecto los montes de Asturias y el pecho rugiente del Cantábrico.

Siempre que voy a Gijón procuro detenerme aunque sólo sea diez minutos bajo el Elogio del Horizonte, ese anfiteatro abstracto entre cuyos muros resuenan el mar y la muerte. Luego, al bajar de ese mirador asombroso en el que el gran escultor vasco apareó un monumento con una colina para abrir una ventana en el mundo, los rumores de la ciudad empiezan a golpear la mente del viajero como un corazón reanimándose. Un poco más allá llegan la sidra, el vino, la fabada, los abrazos, la terraza del hotel don Manuel que es el centro neurálgico de la Semana Negra, el lugar desde el que se organizan desde por la mañana temprano los encuentros, las firmas, las presentaciones y las charlas. Fue esa misma mañana cuando me enteré de que mi presentación, a cargo de Miguel Barrero, coincidía a la misma hora con una conferencia de Juan Carlos Monedero y con los coletazos del partido entre Argentina y Bélgica. Había un océano de público esperando las palabras del lugarteniente de Podemos y los que faltaban eran casi todos escritores argentinos que se habían levantado apenas unas horas antes de la borrachera de la noche anterior.

Miguel Barrero quiso tranquilizarme asegurándome que en la Semana Negra siempre hay gente por todas partes, palabras de ánimo que resultaron ciertamente proféticas, porque, a medida que íbamos destazando la novela, hablando de Gila, de la guerra de Ifni y de la dictadura de Franco, la tropa empezó a arremolinarse frente a nosotros y al final ya no quedaba una silla libre. Entre los asistentes tuve la suerte de hacer algunos lectores más, de tropezar con otros antiguos, de reencontrarme con mi viejo amigo, el novelista José Carlos Somoza, y de hacer uno nuevo, el escritor Luis Artigue, porque la Semana Negra, más que un festejo literario, es un placa de Petri de la amistad, un caldo de cultivo democrático que iguala autores con lectores, libreros con camareros y poetas con políticos. Hubo años en que, por diversas presiones, la Semana Negra estuvo a punto de no celebrarse pero parece que ese peligro ha pasado y que el festival de literatura de género con más solera del continente sigue adelante con sus norias, sus músicas, sus vinos y sus libros. Más de cien autores, desde China hasta Argentina, estarán por ahí toda la semana mezclándose entre público, periodistas y editores en un alarde de mestizaje que ya ha dado mellizos en Avilés, en Barcelona, en Salamanca, en Zaragoza y en Getafe.

La noche la rematamos en la terraza del Don Manuel a whiskies y cigarros, enfrascados en un diálogo intempestivo que barajaba a Freud, a Marx, a Darwin, a Philip K. Dick y a Jeanette Winterson, entre muchos otros, y donde Luis Artigue evocaba una infancia rural y felliniana con putas ilustradas y una farmaceútica que le enseñó la asimetría esencial del universo al estilo de la estanquera de Amarcord, es decir, a pecho descubierto. A esas alturas de la madrugada yo le envidiaba mucho su niñez leonesa mientras Somoza, que ejercía su autoridad de psiquiatra abogando por el electro-shock para curar a nuestro amigo de tanta nostalgia, optaba mejor por la lobotomía. Al final, Artigue huyó en coche con su editor después de darse cuenta de que hacía como dos horas que tenía que haber ido a recitar poemas en la carpa.

Al día siguiente nos despedimos con una comilona a la que se sumó otro gran amigo, Ernesto Mallo, junto a su mujer Laura, y cuando íbamos a coger el coche que nos llevaría hasta el autobús, miramos hacia el parapeto de casas que tapan la colina, la puerta de Tannhäuser que Chillida levantó en un jirón del espacio-tiempo, ese boquete del horizonte que preside la ciudad sin verla, igual que a veces la tristeza sostiene la felicidad y una ausencia se alza desde el centro exacto de tu vida.

 

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