Punto de Fisión

El peluquero descabellado

En Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Woody Allen interpretaba las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial a través de los diarios de un barbero al que visitaban regularmente los grandes jerarcas nazis. En Nüremberg, el barbero Friedrich Smeed recordaba la inquietud de Hitler ante los rumores de que Churchill pensaba dejarse crecer las patillas. Él no podía ser menos que el premier británico y entonces el alto mando discutía la conveniencia de que el Führer se adelantara en una carrera contra reloj en la que no iban a ahorrar en gastos. Speer no lo veía viable; Göring sí; el almirante Dönitz proponía cortar el avituallamiento de toallas calientes a Inglaterra mediante el bloqueo de los Dardanelos; Von Rundstedt argumentaba la dificultad de mantener el crecimiento de ambas patillas a la vez y prefería concentrar los esfuerzos en un sola buena patilla.

No menos interesante sería el relato de la reforma laboral de Hollande vista desde la perspectiva de su peluquero, Olivier B., un artesano que cobra 9.895 euros mensuales a cargo del contribuyente francés. Aunque el sueldo mínimo en el país vecino casi duplica al español, esos casi diez mil euros resultan algo excesivos teniendo en cuenta la jornada laboral de un peluquero personalizado y el escaso campo de trabajo donde se requieren sus servicios. Con todo, el asombro por la retribución ha cedido paso ante las explicaciones oficiales, que parecen escritas por el propio Woody Allen. "Empieza a trabajar muy temprano por la mañana" dicen, sugiriendo que peina al presidente según se levanta de la cama, acompañándolo al lavabo y rastreando en la almohada los pelos perdidos que pudiera necesitar más adelante. "Está con él las 24 horas del día; no ha asistido al nacimiento de sus hijos ni estuvo con uno de ellos cuando se rompió accidentalmente el brazo".

-Olivier, estoy rompiendo aguas, llévame al hospital.

-No puedo, querida. El presidente ha sufrido un ataque de caspa.

-¿Otra vez? Dijiste lo mismo cuando nació Charles.

-No, recuerda bien. La otra vez se le torció el flequillo.

Cuando interpretó a un guardaespaldas viejales, a Clint Eastwood lo relevaban del servicio secreto porque se lanzaba contra el presidente para evitar un disparo inexistente y hacía que el pobre hombre se comiera el suelo en mitad de un mitin. "Creía que estábamos aquí para salvar su vida" gruñía Clint. "Sí, pero también su dignidad". El peluquero mejor pagado del mundo no está en nómina únicamente para aclimatar los cuatro pelos que le quedan a Hollande sino para preservar eso que los franceses llaman grandeur, los ingleses radiance, y los españoles "pisto". Es un servidor a tiempo completo -como los cortesanos que seguían al rey a todas partes llevando un orinal- que interpreta la Marsellesa a base de tijeretazos. No nos confundamos, ese heroico peine ondula sobre la gloria de Francia.

Después de sus últimos batacazos ministeriales y amatorios, Hollande necesitaba un guardanucas, un oficio más íntimo y comprometido que el de guardaespaldas. Si Rodrigo Rato, un hombre todavía más austero en cuestiones capilares, hubiese dispuesto de un peluquero bien pagado, no habría tenido que ir de madrugada a quemar la tarjeta en una peluquería para hacerse unas ingles brasileñas de urgencia. A saber qué secretos de estado, qué cambios de timón, qué oscuras confidencias no compartirán esos dos hombres bajo el chasquido de las tijeras. León Bloy se preguntaba si durante el reinado del zar, la pobreza de sus siervos, las hambrunas y las guerras no eran responsabilidad tanto del zar como de su limpiabotas. Del mismo modo, la catástrofe de la reforma laboral francesa podría achacarse más al peluquero que al presidente. Cotejando lo que cobran uno y otro no parece una hipótesis muy descabellada. Por mucho menos, a María Antonieta se le cayó el pelo de un tajo.

 

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